28 marzo 2024
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Así que pasen cinco años

Este congreso se reúne bajo la advocación de un futurible: la traducción en el próximo quinquenio. No deja de ser sugerente y significativo que así sea. En una época que algunos quieren apocalíptica, cuajada de incertidumbres económicas y, por qué no, culturales, los traductores pensamos el futuro. Un futuro parcial, profesional, incidental si queremos, pero futuro.

Y un futuro además que no se refugia en las utopías, sino que se ha impuesto la norma de la inmediatez. Ateniéndome a ella, no os hablaré aquí del fin de la galaxia Gutenberg, de la interminable y ya aburrida crisis de los géneros literarios ni de la inevitable y no menos aburrida disputa sobre la posibilidad de la traducción.

No. Voy a hablaros, y creo que eso es lo que esperáis oír, de cómo veo yo nuestra profesión, específicamente desde el ángulo de los traductores literarios, en el corto período de tiempo de un quinquenio.

Debo empezar por una proclamación: creo que la traducción literaria va a ir a más en el próximo quinquenio. Al menos en España. Al menos en el mundo que habla en español. Es lo que me hace pensar el hecho, mil veces confirmado, de que nuestra cultura muestra una insaciable curiosidad hacia la producción literaria ajena, aunque ya no la mire con el antiguo complejo de inferioridad, y el hecho, mucho menos teórico y más capital, si me permitís jugar con esta última palabra, de que esa producción literaria ajena está siendo una inmensa fuente de negocio para los grupos editoriales en español. Se traduce cada vez más literatura infantil y juvenil, por ejemplo, que aunque la mayoría de la gente no lo sepa es uno de los grandes filones del sector editorial, y se traduce muchísimo libro no literario. Tengo que hacer aquí un ínfimo excurso para recordar algo que he dicho mil veces en mil foros, pero que no por ser conocido es evidente: bajo la etiqueta traductor literario, lo que realmente se alberga es algo mucho mayor, cuya denominación correcta es traductor de libros. Esto puede tener menos glamour que la denominación en boga, pero es importante para entender las condiciones profesionales del traductor, que creo que son las que realmente nos preocupan aquí.

Un futuro inmediato yo creo que radiante, pues, lo que no significa en absoluto que lo vaya a ser por igual para todos. Los datos dicen que el sector editorial está resistiendo mucho mejor que otros la crisis económica: el índice de lectura ha superado al fin la barrera psicológica del 50 % de los españoles, en lo que va de año se ha vendido ya un 20 % más de ejemplares que el año pasado.

Sin embargo, este escenario glorioso convive sin problemas —no es que conviva, es que se alimenta— con unas tarifas que se han visto en los últimos años entre congeladas y reducidas, y que no tienen, no nos engañemos, grandes expectativas de mejorar en los próximos años. La proliferación de traductores y la curiosa competencia a la baja entre las editoriales independientes y los grandes grupos —los pequeños editores no pueden pagar tarifas altas, y los grandes ven que no tienen por qué pagarlas, puesto que nadie compite al alza con ellos— está haciendo que el sistema tarifario de la traducción literaria se haya convertido en el único indicador económico con encefalograma plano en estos tiempos de gráficos en diente de sierra.

Me interesa hacer una precisión importante: las facultades de traducción tienen poco que ver en esto, y no lo digo por ser parte de una de ellas, sino por el conocimiento de causa que ello aporta. En contra de lo que mucha gente cree, en los planes de estudio de traducción apenas hay espacio para la literaria, y no es previsible que lo haya en el futuro; es más, en contra de lo que mucha gente cree, el porcentaje de estudiantes que se interesan por la literaria es muy pequeño, no llega al diez por ciento. De aquí apenas salen traductores literarios a los que poder responsabilizar de la caída de las tarifas.

Mucho más importante papel representa, en perjuicio de todos, algo que aplicado a la literatura casi suena a broma, pero que es muy real: la deslocalización. Las editoriales han descubierto un nuevo «estímulo» en la posibilidad de contratar a nuestros compañeros de América Latina por mucho menos dinero de lo que pagan a los traductores peninsulares, aprovechando que las circunstancias económicas de las repúblicas americanas hacen que esos salarios de lástima resulten más remuneradores que los que allí se pagan. No tengo datos numéricos, pero de la cuantía de la tarifa da idea suficiente el hecho de que a veces se contrata a emigrantes en España para «desargentinizar» traducciones; es decir, que al editor le sale más barato el precio de la traducción más el de la desargentinización que pagar directamente un texto en España.

Esto, además de ser escandaloso y de perjudicar tanto la dignidad de nuestros colegas de América, que cobran menos de lo que en justicia debieran, como nuestra propia cuota de mercado, ha abierto un debate teórico que puede llegar a tener no poca importancia en los próximos cinco años: el que en las últimas jornadas de traducción literaria de Tarazona recibió ya nombre como el debate del español de la traducción.

En efecto, la participación de los compañeros de América Latina en las editoriales que publican a ambos lados del Atlántico abre la cuestión de en qué español hay que traducir, dada la multitud de variedades que recorren el continente americano. Anticipo sin ambages que esta es una pregunta sin respuesta: no es posible elegir un español estándar entre quienes, por fortuna, escriben variedades enriquecedoras y distintas. Ni tampoco es posible escribir en un español ajeno: cada uno de nosotros habla su propio idiolecto, la pretensión de escoger uno distinto es tan aventurada como la de pretender hacer traducción inversa dentro del campo de la literatura.

Por supuesto, decir que no tiene respuesta no quiere decir que no se le vaya a dar, y ante eso es ante lo que hay que estar prevenidos: el sector editorial tiende a pedir versiones neutralizadas, es decir, versiones desprovistas de variaciones dialectales, y no puedo por menos de decir que eso es tanto como solicitar versiones muertas. El traductor ya tiene bastantes problemas con el texto original como para tener que pensar constantemente en traducirlo a un español falso, que no sienta en su carne y en su sangre, un español ficticio e inexistente, ajeno a lo que todos de verdad entendemos por literatura.

Es paradójico que, además, lo estén pidiendo unas editoriales que han provincializado sus empresas e incurren en el absurdo de publicar en Uruguay libros que no se venden en Argentina, y en América entera libros que no se venden en España. ¿Con qué autoridad se nos pide a los traductores un producto universal, cuando desde el sector se fabrican productos provinciales?

Como veis, y entro ya en diferenciar factores propios de la literaria, en este ámbito nuestro se pasa de manera insensible y rápida no ya de las musas al teatro, sino del teatro a las musas. Hablamos de tarifas, y de pronto ya estamos hablando de las cuestiones propias no de nuestro gremio, sino de nuestro oficio, que son las que en rigor nos interesan.

Es nuestra miseria y nuestra gloria, y, desde luego, nuestro punto débil en la negociación. Si hubiera que pedir un juicio crítico a nuestra actitud, yo diría que hay dos puntos en que los literarios somos aún muy poco profesionales, y me explico, antes de que me riñan por emplear este término.

Para todos nosotros, los que estamos aquí esta tarde, nuestra profesión es nuestra vida. Nos entregamos a ella, disfrutamos con ella y la vivimos. Pero, a la vez, en la gran mayoría de sus modalidades —y hablo con la experiencia de quien durante diez años también fue traductor autónomo y jurado— mantenemos una distancia profesional tanto con el cliente como con el texto. Es esa distancia la que nos permite abordar el trabajo con frialdad y la negociación con dureza.

En el caso de la literaria, esa distancia, a nuestro pesar, se quiebra. Se quiebra, en primer lugar, porque somos incapaces de mirar todos los textos con igual frialdad. Cuando un editor te llama para proponerte traducir un horóscopo, planteas una tarifa, unos plazos, eres inamovible en ellos y, a lo sumo, experimentas un perverso placer al saber que por regla general un horóscopo es preludio a otros once, y supone por tanto una buena oportunidad de remuneración.
En cambio, cuando la llamada es para proponerte la traducción de uno de los grandes de la literatura universal, tal vez uno de aquellos que acompañaron las mejores tardes de tu primera juventud, las barreras profesionales no voy a decir que se derrumban, pero flaquean. El ansia de traducir el libro en cuestión es grande, y en ella se mezclan factores que sin duda tienen que ver con la propia carrera del traductor, pero mucho más aún con ese momento en el que las fronteras entre el lector y el traductor se diluyen.

Todos hemos aceptado encargos en condiciones vamos a decir que no óptimas por esa razón, porque hemos querido poner nuestras pecadoras manos sobre Shakespeare, sobre Flaubert o sobre Hoffmann. No voy a defenderlo. Es malo, y de eso se aprovecha la otra parte en la negociación. Pero es cierto, y ocurre.

También ocurre, aunque esto ya vaya decreciendo, que la relación que se establece entre el traductor y el cliente tampoco sea del todo profesional. Decía que está ocurriendo cada vez menos, porque el perfil del editor ha cambiado, pero antes no era inusual que se empezase negociando un contrato y se terminara hablando de libros y lecturas comunes, estableciendo una relación personal sobre un territorio común que acababa en frases del tipo de «hazme ese favor» cuando decías que no tenías hueco en la agenda para un texto, y que son, y lo digo con todas las letras, el fundamento de una relación viciada y perjudicial.

Es verdad que ese riesgo se ha reducido. En los últimos tiempos, las editoriales —sobre todo las grandes— están pasando de las manos de los editores-lectores a las de los gerentes, que consideran el libro un producto, y dejan poco margen a ese territorio común del que hablábamos. Una prueba del modo poco profesional con que vivimos los literarios es el hecho mismo de que, después de haber dicho que esa condición del editor-literato era mala para nosotros, ahora lamentemos su desaparición.

El problema es complejo, y reside ante todo en que no solo nos consideramos parte integrante y fundamental de la industria de la cultura, sino que aspiramos a formar parte de la cultura misma. Sobre nosotros pesa el conocimiento de que las primeras palabras jamás escritas en español, las glosas de Silos, son una traducción, y la responsabilidad de saber que a lo largo de los tiempos nuestra literatura se ha visto enriquecida, a través de nosotros, con los grandes productos de la literatura universal. Vivificar la lengua, enriquecer la literatura, ampliar el sistema literario, es parte de nuestras aspiraciones. Además, por qué vamos a negarlo, del puro y simple disfrute estético. Gozamos fieramente con los problemas, nos demoramos en su resolución, los discutimos en foros, nos perdemos en largos razonamientos, emprendemos prolongadas indagaciones documentales. Todo eso, en rigor, es considerablemente antieconómico, pero es intrínseco a nuestra manera de vivir esta profesión. No puede ser de otra manera.
Se discute mucho acerca de la crisis de la galaxia Gutenberg, y por extensión de la propia literatura. No creo arriesgarme mucho si digo que, en cualquier caso, la prevista debacle no se producirá en los próximos cinco años. De hecho, no creo que se produzca. Los traductores literarios no tenemos nada que temer por ese lado.

En cambio, son muchos los peligros que afectan a la propiedad intelectual de nuestro trabajo, otro de los distintivos de la traducción literaria respecto a otras modalidades de traducción.

Empiezo por aclarar a los compañeros que no se dedican a esto que cualquier mito acerca de los derechos de autor no es otra cosa que un mito. Las regalías que percibimos por las ventas de nuestros libros oscilan entre el 0,5 y el 1,5 % del precio de venta, y normalmente eso supone que un libro de mediana extensión tiene que vender más de 100.000 ejemplares para empezar a reportar beneficios al traductor, es decir, para alcanzar la cuantía del anticipo.

Sin embargo, es verdad que sí hay títulos que la alcanzan. Títulos que están en la mente de todos, y que reportarían —obsérvese el condicional— beneficios ingentes si se cumplieran las condiciones que la ley marca. Sin embargo, los casos de Matilde Horne, traductora de El señor de los anillos, que murió en la práctica indigencia cuando podría haber sido millonaria por sus traducciones, o de los sucesivos traductores de Harry Potter, en cuyos libros no figura mención de copyright alguna, ilustran hasta qué punto los editores no respetan la ley en este punto más que cuando les sale aceptablemente barata.

El problema se ha agravado en los últimos tiempos, con la prácticamente obligatoria aceptación en los contratos del permiso para las cesiones a terceros. Hoy en día las editoriales funcionan como grandes grupos, y el sistema de cesiones a terceros consiste en la práctica en que, una vez agotada la venta en librerías de las primeras ediciones de los textos —agotada en el sentido de que ya no se vende más el libro—, la editorial cede los derechos a una editorial de bolsillo que suele ser de su propio grupo, a cambio de una compensación económica global, que suele ser pequeña, en la que el traductor participa sin duda, pero cuya remuneración resulta irrisoria si tenemos en cuenta que el editor sigue percibiendo por vía indirecta una compensación por ejemplar vendido, cuando al traductor se le paga tan solo un tanto alzado, independiente de las ventas. Unas ventas que a veces en bolsillo son muy superiores a las obtenidas en tapa dura.

América Latina también aparece de forma ominosa en este terreno. Los editores reeditan los textos allá en sus propias segundas marcas, de lo que no siempre informan al traductor, y este ve cómo una fuente suplementaria de remuneración queda envuelta en sombras, cuando no se esfuma.

Nuestros derechos, reconocidos por una ley que en su momento fue calificada de muy avanzada, y que está ahora mismo en revisión y esperamos que mejora, no son atendidos en la práctica. Sobre ellos se cierne ahora la amenaza de Internet, en la que no voy a entrar en detalle porque es demasiado difusa para todos. Ilustración de Llorenç SerrahimaBaste decir que el riesgo de que las cosas que publicamos terminen siendo de acceso libre está ahí, y no contribuye nada a mejorar las cosas.

Este es el panorama que los literarios enfrentamos en el próximo quinquenio. No es profesionalmente prometedor. En lo tocante a visibilidad, después de dos décadas de grandes progresos, desde mediados de los setenta hasta mediados de los noventa, en los últimos diez años hemos vuelto a desaparecer de las reseñas y de las críticas, salvo, como es tradición patria, cuando se trata de zurrarnos la badana por cosas que presunta­mente son culpa nuestra, como que un autor escriba deplorablemente mal; la presencia antaño frecuente en los medios de comunicación de algunos nombres, el de Miguel Sáenz quizá sea el que esté en la mente de todos, ha dado paso a una casi completa desaparición.

Y sin embargo, y por supuesto, seguiremos adelante. Los hijos de Babel somos conscientes de que sin nosotros la sociedad global estaría sorda y ciega, somos conscientes de que el silencio de los traductores sería igual que un corte de luz en mitad de la noche. No dejaremos sin luz a nuestras sociedades. Aunque siga siendo desde la oscuridad.

Muchas gracias.

Carlos Fortea
Carlos Fortea
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Carlos Fortea (Madrid, 1963) es doctor en Filología Alemana por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor titular de la Universidad de Salamanca, y decano durante ocho años de su Facultad de Traducción y Documentación. Actualmente, es profesor del grado en Traducción e Interpretación de la Universidad Complutense, que también coordina. Se dedica a la traducción literaria desde 1986. Ha publicado más de 120 traducciones, entre las que destacan clásicos como Heinrich Heine, E.T.A. Hoffmann o Alfred Döblin, clásicos modernos como Günter Grass o textos recientes como la biografía de Kafka escrita por Reiner Stach. Ha escrito las novelas juveniles Impresión bajo sospecha (Anaya, 2009), El diablo en Madrid (Anaya, 2012) y El comendador de las sombras (Edebé, 2013) y una novela para público adulto, Los jugadores (Nocturna, 2015). Desde 2013 preside ACE Traductores, la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores.

Carlos Fortea
Carlos Fortea
Carlos Fortea (Madrid, 1963) es doctor en Filología Alemana por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor titular de la Universidad de Salamanca, y decano durante ocho años de su Facultad de Traducción y Documentación. Actualmente, es profesor del grado en Traducción e Interpretación de la Universidad Complutense, que también coordina. Se dedica a la traducción literaria desde 1986. Ha publicado más de 120 traducciones, entre las que destacan clásicos como Heinrich Heine, E.T.A. Hoffmann o Alfred Döblin, clásicos modernos como Günter Grass o textos recientes como la biografía de Kafka escrita por Reiner Stach. Ha escrito las novelas juveniles Impresión bajo sospecha (Anaya, 2009), El diablo en Madrid (Anaya, 2012) y El comendador de las sombras (Edebé, 2013) y una novela para público adulto, Los jugadores (Nocturna, 2015). Desde 2013 preside ACE Traductores, la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores.

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