29 marzo 2024
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Un viaje sintáctico rumbo a Zaragoza

Participar como ponente en el Congreso XV Aniversario de Asetrad ha sido una de las cosas más extraordinarias que me han pasado a lo largo de mi carrera profesional hasta la fecha. Aún me emociono cuando pienso en el apoyo de la organización de Asetrad ante mi idea, la preparación de la presentación, la excepcional acogida del público y la increíble reacción de mis colegas de profesión. Pero llegar a ese auditorio del World Trade Center de Zaragoza no fue sino la estación de destino tras un largo viaje. En este artículo, pretendo resumir el contenido de la ponencia que presenté, titulada «Recurrir a la teoría: la utilidad de la gramática para los traductores», y contaros qué fue lo que me llevó a prepararla.

La formación lingüística básica se considera, en el mejor de los casos, algo que se da por sentado y, en el peor, un aburrimiento, un mal innecesario para la práctica de la traducción.

Es una verdad universalmente conocida que a los traductores nos apasiona hablar sobre nuestro oficio. En los foros profesionales, en los congresos y encuentros organizados por las asociaciones, en las listas de distribución, en Twitter o en cualquier quedada espontánea que organicemos, hablamos sin descanso de traducción y no nos aburrimos nunca. En nuestras conversaciones informales, surge de vez en cuando el desencuentro: ¿es útil saber de teoría de la traducción?, ¿sí o no? Las opiniones de unos y otros son un arcoíris lleno de matices definidos por la procedencia y la práctica profesional de cada cual, pero, en general, no se dan ponencias ni se ofrecen cursos de formación para fortalecer las lagunas lingüísticas fuera de la formación universitaria reglada, academicista por naturaleza. A diferencia de otros campos del conocimiento, donde nuestra falta de conocimiento no nos avergüenza, la formación lingüística básica se considera, en el mejor de los casos, algo que se da por sentado y, en el peor, un aburrimiento, un mal innecesario para la práctica de la traducción.

Cuando me puse a pensar en por qué sucedía esto, llegué a la conclusión de que uno de los rasgos que define nuestra actividad es que cada cual viene de su padre y de su madre, que es lo mismo que decir que nuestros orígenes son muy variados. Los hay, cada vez más, que han estudiado Traducción e Interpretación, quizá tras haber pasado por otras carreras u oficios, como es mi caso; están quienes han cursado diferentes filologías; tenemos entre nuestras filas a muchos traductores que se han sacado previamente carreras de todo tipo (médicos, abogados, ingenieros, físicos, matemáticos, veterinarios…); e incluso hay quienes no han terminado unos estudios reglados y, aun así, son grandes profesionales de la traducción desde hace muchísimos años. Eso por no hablar del crisol que conforman nuestras combinaciones de idiomas o las especialidades a las que nos dedicamos dentro de la propia práctica de la traducción.

Lo tuve claro desde el principio; cada vez que miraba la infografía del nudoso árbol del indoeuropeo, supe que lo nuestro era algo por el estilo: a cada uno de nosotros nos corresponde una rama o una hoja de un árbol como ese… Y nuestros caminos, todas nuestras historias personales y profesionales, desembocan en ese hermoso tronco común que a todos nos apasiona y nos da de comer: la traducción.

Creo que eso explica por qué nuestra perspectiva con respecto a los conocimientos teóricos cubre un abanico tan extenso: somos muy diferentes unos de otros, aunque nos dediquemos a lo mismo. La primera consecuencia es que nuestros conocimientos son de lo más dispares: sabemos sobre las cosas más insospechadas y charlamos con interés de fotografía estroboscópica, la reproducción de las ranas, la moda parisina de la última temporada, la construcción de muros de carga o la fotopolimerización de implantes dentales.

La traducción: nuestro oficio común

Por otro lado, nadie puede negar que a traducir se aprende traduciendo. Las incontables palabras traducidas por un traductor experimentado son «horas de vuelo» imprescindibles para ser cada día mejores profesionales. Lo que también es verdad es que no nos queda otra que adaptarnos a un mercado que se mueve cada vez más deprisa y en el que da la sensación de que todo tiene que estar para ayer: parece que no haya tiempo para detenerse y analizar las cosas con calma.

Es relativamente común que nos apuntemos a cursos de formación sobre nuestras áreas de especialización. (…) Pero ¿por qué no darle a la gramática el protagonismo que se merece?

Y, sin embargo, es relativamente común que nos apuntemos a cursos de formación sobre nuestras áreas de especialización. Por ejemplo, a ningún traductor médico le extraña que sus colegas se inscriban en un seminario sobre protocolos clínicos. De hecho, hay empresas especializadas que ofertan formación de este tipo, y las propias asociaciones destinan parte de sus recursos a ofrecernos talleres específicos sobre estos y otros temas. Todo esto es francamente útil para fortalecer nuestros conocimientos de las tipologías textuales a las que nos enfrentamos. Nos ayudan a familiarizarnos con la terminología específica y, muy tangencialmente, con las estructuras sintácticas más típicas de nuestros textos… Pero ¿por qué no darle a la gramática el protagonismo que se merece?

Está claro que todos tenemos conocimientos de lengua muy dispares. Desde los que la estudiaron tímidamente en la escuela, pasando por los que hace siglos que se pegaron con ella en la carrera, o los que tienen un buen nivel porque han hincado codos hace relativamente poco, siempre existe la posibilidad de desempolvar lo aprendido o aprender cosas nuevas sin miedo, sin desdén y sin prejuicios.

La utilidad de la teoría

Como bien dice la máxima del psicólogo Kurt Lewin: «No hay nada tan práctico como una buena teoría». Puede que resulte contradictorio si enfrentamos la práctica a la teoría como si fueran enemigas, pero la realidad es que, en el caso que nos ocupa, son absolutamente complementarias. La teoría lingüística tiene para nosotros, como traductores, un inestimable valor. En principio, todos perseguimos que nuestras traducciones tengan la máxima calidad. Para generar textos más coherentes, limpios y pulidos, no está de más que analicemos y comprendamos la estructura gramatical subyacente.

Lo que yo propongo es que deberíamos intentar preocuparnos por conocer mejor la estructura gramatical de nuestra edificación lingüística.

A lo largo de años y años de práctica, el traductor avezado consolidará su propio criterio, que, por definición, estará sujeto a sus gustos y a su estilo personal. Tocar «de oído» es una gran habilidad, ¡pero, para alcanzar la excelencia, a veces necesitamos apoyarnos en la partitura! La subjetividad hace que caigamos con frecuencia en justificar nuestras traducciones con el consabido: «A mí me suena bien». La teoría nos proporciona una poderosísima herramienta para establecer un diálogo razonado y objetivo acerca de nuestras decisiones de traducción con los compañeros con los que colaboremos, con los correctores que nos revisen, con los lectores que lean nuestras obras publicadas, etc. En definitiva, con nuestros clientes.

Lo que yo propongo es que deberíamos intentar preocuparnos por conocer mejor la estructura gramatical de nuestra edificación lingüística, pues eso no hará sino perfeccionar la calidad de nuestras traducciones.

La apasionante ciencia del lenguaje

La teoría de la lengua es extensa y me hacía falta acotar el tema de mi presentación. Partiendo de que la lingüística es el estudio científico de la lengua, son muchos de sus campos los que tienen utilidad en la práctica de la traducción. Como lo que producimos son textos escritos, puede que esta relación no sea demasiado obvia en el caso de la fonología y la fonética, que se encargan de estudiar las propiedades acústicas y sonoras de la lengua (aunque otro de mis temas favoritos es la revisión en voz alta, ¡y su contextualización teórica se fundamenta en la prosodia, muy emparentada con estas dos y prima de la gramática!). A nadie se le escapa que las disciplinas lingüísticas que tienen una aplicación más directa en nuestra labor son la semántica, que estudia el significado de las palabras, y la pragmática, que se ocupa, a grandes rasgos, del contexto en la interpretación del significado. Por su parte, la ilustre dama gramática descansa sobre dos importantes pilares: la morfología, encargada del estudio de la formación de las palabras, y la sintaxis, que es la responsable de analizar la estructura y organización de los elementos que componen la oración. Todas las anteriores son apasionantes por unas razones u otras, pero, al igual que las leyendas de Fantasia en La historia interminable, estas son otras historias y tendrán que ser contadas en otra ocasión…

Apolonio Díscolo, s. ii d. C.

Para la presentación en Zaragoza me zambullí de cabeza en la última de ellas, la sintaxis, tan injustamente considerada aburrida. Aunque algunos la vean como un compendio de complicados árboles sintácticos que no llevan a ninguna parte, sería más productivo planteársela como un frondoso bosque virgen de cuyo estudio podemos extraer interesantes conclusiones.

El suyo fue uno de los primeros intentos de sistematizar el estudio del lenguaje conforme a una serie de reglas lógicas.

La verdad es que me topé por pura casualidad con Apolonio Díscolo, el lingüista griego que, en el siglo ii después de Cristo, acuñó el neologismo sintaxis para describir la organización de los elementos en la frase como si fueran militares del ejército griego en formación. Los trabajos de Apolonio, apodado «el del mal genio» (¡a saber cómo se las gastaría el buen señor para que le pusieran tal sobrenombre!), se han perdido casi en su totalidad, pero, al parecer, lo poco que ha llegado hasta nuestros días era increíblemente moderno. El suyo fue uno de los primeros intentos de sistematizar el estudio del lenguaje conforme a una serie de reglas lógicas.

De haber tenido más tiempo de exposición en Zaragoza, podría haber profundizado algo más en la historia de la sintaxis y, entonces, habría tenido que mencionar el sánscrito, la gramática de Port-Royal, al ginebrino Saussure, a Bloomfield, a Hjelmslev o a Chomsky… No era mi intención aburrir a la concurrencia con largas batallitas históricas, aunque seguramente habría disfrutado muchísimo preparando una introducción histórica de todo ello.

La estructura molecular de la oración

En su lugar, tuve una idea que se convertiría en mi parte favorita de la presentación. En mis clases de Lingüística Comparada en Traducción e Interpretación, recién aterrizada desde la Facultad de Ciencias Físicas, cuando hablábamos de la relación que existía entre los sintagmas de la oración, siempre me daba por pensar en los enlaces covalentes y las fuerzas de Van der Waals… Mientras preparaba la charla, un día que andaba buscando distraída imágenes de moléculas orgánicas, me topé con la del ácido acético y me pareció que podría ser una bonita metáfora de la estructura de la oración SVO.

Como las moléculas que me encontré eran un poco feas y no tenían todos los átomos que yo quería, dibujé la mía propia y se la di a mi hijo Claudio, que se encargó de colorearla según mis indicaciones (aunque le salió fenomenal a la primera, me tocó repetir ese juego varias veces durante las tardes siguientes porque le parecía divertidísimo eso de colorear pelotillas y sus enlaces).

Podemos imaginarnos la estructura sintáctica de nuestras frases como una molécula compuesta por átomos sintagmáticos.

El salto conceptual es el siguiente: podemos imaginarnos la estructura sintáctica de nuestras frases como una molécula compuesta por átomos sintagmáticos. En la molécula sintáctica del español, suele existir, por un lado, un grupo atómico que llamamos sujeto y, por otro, un átomo verbal como núcleo del predicado, que es la chispa de la vida, a partir del cual existe la materia. A este lo acompañan, según corresponda, otros átomos relativamente importantes, el complemento directo (vinculado a veces con un complemento predicativo) y el complemento indirecto, u otros más periféricos que son los complementos circunstanciales.

Algunos vínculos entre átomos son más fuertes —concretamente, los que Claudio coloreó de azul en nuestro dibujo—, como el que hay entre el sujeto y el verbo o entre este y el complemento directo. ¡Esa es la razón por la que no debemos romperlos con la famosa coma asesina! Por su parte, otros vínculos son más débiles y dúctiles, y por eso admiten una colocación más libre en la estructura de nuestra molécula sintáctica. De hecho, si respetamos este orden básico SVO, obtendremos una hermosa oración molecular no marcada y, si modificamos ese orden por algún motivo, conseguiremos una oración marcada que tendrá un valor expresivo determinado.

La unión de varias moléculas crea la materia, igual que las frases componen nuestros textos. Lo fascinante de la traducción es que tendremos que convertir la estructura molecular de nuestro idioma de partida en otra totalmente distinta que se adecúe a nuestro idioma de llegada. Algo así como convertir el agua en vino o el plomo en oro… ¿No será que los traductores somos poderosos alquimistas?

Para intentar demostrar la utilidad de la teoría lingüística en la práctica de la traducción, me valí de tres ejemplos que me parecieron lo bastante llamativos. Estos ejemplos han estado rondándome obsesivamente desde que me topé con ellos en el curso de mis estudios. A efectos prácticos, los dos primeros no son estrictamente de lingüística aplicada, sino casos curiosos de la sintaxis española que demuestran por qué no podemos fiarnos de reglas fijas e inamovibles y tenemos que ir más allá para conocer cuál es la explicación que sustenta el entramado sintáctico.

Es el caso del uso de la preposición a que acompaña al complemento directo para definir su grado de humanización o, dicho de otro modo, el grado de cariño que le tengamos al ser u objeto nombrado.

Ejemplo 1: La preposición del cariño

Manel Fontdevila. Orgullo y satisfacción. Número especial n.º 5. Reproducido con permiso del autor.

Es el caso del uso de la preposición a que acompaña al complemento directo para definir su grado de humanización o, dicho de otro modo, el grado de cariño que le tengamos al ser u objeto nombrado. No será lo mismo que hablemos de nuestra mascota que que lo hagamos de un animal que intenta mordernos, por ejemplo. Tengo que confesar que, en este ejemplo en concreto, pretendía utilizar el chiste más malo del mundo: el del perro Mistetas.

—¿Ha visto A Mistetas?
—¡No, pero me gustaría verlas!

Frente a:

He visto el perro que me mordió el otro día.

Por desgracia, en los primeros ensayos de la charla, quedó claro que el uso de la preposición en el chiste era de difícil explicación (ya sabíamos que la señora muy lista no era, porque no podía tener muchas luces cuando le puso ese nombre a su perro, pero jamás se le ocurriría no usar la preposición a con su querido animalito. Lo que el policía le responde no tiene ni pies ni cabeza si ha oído que está ahí la preposición, igual de hermosa que el escote de la buena señora, antes del nombre propio del perrito extraviado). La conclusión es que el chiste no solo es malo, sino que es un despropósito sintáctico. Y así entró directamente desde el banquillo el pulpo Paul, que se hizo famoso durante el verano del Mundial de Sudáfrica por vaticinar las victorias de la selección española de fútbol.

Angela Merkel quiso comerse AL pulpo Paul.
En cuanto acabe Julia de hablar, nos vamos a comer Ø un pulpo a la gallega.

La oración en la que Merkel quería zamparse al pobre Paul está un poco retocada, pero varios periódicos dieron la noticia tiempo después del Mundial de que Angela se había ido a comer pulpo (un primo de Paul, decían los sensacionalistas) por puro despecho. Merkel sería una desalmada de haberse comido a Paul, pero casi ninguno de nosotros le haríamos ascos a un rico pulpo a la gallega, de ahí que el ejemplo fuera tan interesante: el mismo animal se podía servir con o sin preposición (y pimentón).

De nada nos serviría el hipotético idioma de partida para saber si corresponde ponerle esa taimada preposición humanizante al complemento directo: hay que saberlo, del mismo modo que hay que saber si lo que tenemos delante es un complemento directo o indirecto para no cometer inadvertidamente laísmos o leísmos.

Ejemplo 2: ¿A quién quiere más el verbo copulativo?

Mi segundo ejemplo estaba dedicado a las oraciones identificativas o ecuativas. La verdad es que son una estructura interesantísima, entre otras cosas, porque están por todas partes. Sin ánimo de polemizar sobre tarifas ni mucho menos, propuse las dos siguientes oraciones:

Las tarifas bajas (son/es) un problema para la profesión.
La tarifa que propusimos (era/eran) 20 céntimos.

¿Cómo conjugamos el verbo, en plural o en singular? Al final, todo es una cuestión de convención.

Las ecuativas no suelen ser oraciones simples, sino que tienden a estar compuestas por complicados sintagmas subordinados cuyo número suele ser difícil de identificar… Y, entonces, ¿cómo conjugamos el verbo, en plural o en singular? Al final, todo es una cuestión de convención: los lingüistas usan criterios de orden, de longitud de los sintagmas o se favorece a los plurales sobre los singulares. Lo que está claro es que es importante conocer la existencia de este tipo de estructuras para saber cómo usarlas con coherencia.

Ejemplo 3: Los chorizos nominales

Y, para el final, dejé mi ejemplo favorito. De los tres, este sí está extraído directamente de la lingüística aplicada, porque enfrenta las características de otros sistemas sintácticos con el del español. La denominación chorizo nominal no es mía: es así como los bautizó Mariuca Romana, mi profesora de Lingüística Aplicada en la Facultad de Traducción e Interpretación (y gracias a la que nació mi pasión por todos estos temas).

El término técnico para referirnos a este fenómeno es hipertrofia nominal, que tiene lugar cuando se encadena una larga consecución de núcleos nominales (entendidos estos como nombres, adjetivos y verbos en forma no personal —infinitivos, gerundios y participios—). El español, como ya decíamos, admite por su estructura de SVO, como máximo, tres elementos nominales juntos, lo que genera la siguiente cadena:

SVO => NNNVNNNVNNNVNN

El verbo, recordemos, es el pulmón que hace respirar de la pesadez nominal. Cuatro elementos nominales es pasarse; con cinco, ya empieza a resultar pesado. ¡Con seis, tenemos una hermosa ristra de indigestos chorizos!

¿Qué pasa en otros idiomas? Por mi experiencia, tanto en inglés y alemán como incluso en francés, no se tienen esos escrúpulos ante la acumulación nominal. Aquí me costó mucho encontrar un ejemplo lo suficientemente representativo. En un primer momento, me decidí por presentar algún cruel ejemplar del alemán, idioma que adora como pocas cosas la nominalización, pero finalmente decidí optar por el inglés, que sabía que no resultaría tan terrorífico. La frase que al final utilicé fue esta:

On-board paper registration sensors, algorithms and an inline densitometer automatically monitor and adjust image density on the fly, ensuring optimum sheet-to-sheet image registration quality.

El sujeto es una enumeración de elementos nominales conocida como secuencia pesada. Quizá no podamos aligerar por ahí, pero sabemos que, en algún momento de la frase, será conveniente que añadamos verbos conjugados donde sea posible para aliviar la pesadez nominal (por ejemplo, podemos convertir ese gerundio inglés en un verbo conjugado).

Si conocemos bien estos mecanismos y el efecto que producen estas estructuras, podremos aplicar las técnicas necesarias para aligerar nuestra frase y colocarle, donde corresponda, verbos conjugados para que pueda respirar y volver a una estructura lo menos marcada posible.

Cómo saciar el apetito lingüístico

Por suerte, la divulgación lingüística goza ahora mismo de bastante buena salud y, en las páginas de periódicos como eldiario.es o la revista Verne de El País, habitan lingüistas interesantísimas.

La última parte de la charla la dediqué a algo importantísimo: ¿qué hacer para fortalecer las lagunas lingüísticas? Es cierto que esta pregunta no tiene fácil respuesta más allá de la obvia, que es volver, simple y llanamente, a estudiar en la universidad. Por suerte, la divulgación lingüística goza ahora mismo de bastante buena salud y, en las páginas de periódicos como eldiario.es o la revista Verne de El País, habitan lingüistas interesantísimas como Elena Álvarez Mellado o Lola Pons Rodríguez. Sé que no le estaba descubriendo la rueda a nadie, porque ambas son bastantes conocidas en los círculos de todos aquellos interesados por la lengua, pero me apetecía animar al respetable a que les siguieran la pista a sus artículos. Mi tríada de lingüistas de cabecera la completaba Elena Hernández Gómez, jefa del Departamento de «Español al día» de la RAE.

Mi segunda diapositiva bibliográfica estaba dedicada a los caballeros más clásicos: Lázaro Carreter, David Crystal, Juan Carlos Moreno Cabrera o, el que es considerado padre de la sintaxis moderna, Noam Chomsky. Al final de este artículo, encontraréis un enlace a la propia presentación donde podréis consultar los títulos concretos de sus obras.

Por supuesto, no podía terminar mi ponencia sin recomendar mi manual favorito desde que lo descubriera preparando la asignatura de Morfología y Sintaxis de mi máster de Lingüística: Ejercicios de gramática y expresión (con nociones teóricas), de Mario García-Page, entre otros autores. No quisiera inducir a error: es un texto cuyo nivel de complicación es alto y conviene contar con una buena base antes de introducirse en él. Lo bueno es que tiene explicaciones muy interesantes de sintaxis y morfología, con la ventaja de que las nociones teóricas se pueden poner en práctica sobre la marcha con los ejercicios.

Al igual que hice al terminar la charla, solo me queda animaros a que reexaminéis vuestros prejuicios: no os dejéis llevar por ellos. Es normal tener lagunas o que se nos hayan olvidado cosas desde que las estudiamos, pero la gramática subyace a todos nuestros textos, está ahí, como un andamiaje que sustenta la edificación de nuestras traducciones y escritos. ¡Pongámosles unos buenos cimientos!

Encontraréis aquí el archivo de PowerPoint de mi presentación en Zaragoza.

Julia C. Gómez Sáez
Julia C. Gómez Sáez
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Julia C. Gómez Sáez es traductora de inglés, francés y alemán desde hace más de trece años. Lleva trabajando como autónoma desde el 2005 y su perfil es muy variado: es traductora-intérprete jurada de inglés, hace traducción técnica (en los últimos años, se ha centrado principalmente en la traducción médica, en concreto, de odontología), pero también se dedica a la traducción editorial, con trabajos publicados en diversas editoriales españolas y revistas de tirada nacional. Desde el 2018, es profesora en el Grado de Traducción e Interpretación de la Universidad Complutense de Madrid. En el 2005 se licenció en Traducción e Interpretación en la Universidad Pontificia Comillas y en el 2015 terminó el Máster Universitario en Ciencia del Lenguaje y Lingüística Hispánica de la UNED, donde confirmó definitivamente su pasión por la lingüística. Es socia tanto de Asetrad como de ACE Traductores.

Julia C. Gómez Sáez
Julia C. Gómez Sáez
Julia C. Gómez Sáez es traductora de inglés, francés y alemán desde hace más de trece años. Lleva trabajando como autónoma desde el 2005 y su perfil es muy variado: es traductora-intérprete jurada de inglés, hace traducción técnica (en los últimos años, se ha centrado principalmente en la traducción médica, en concreto, de odontología), pero también se dedica a la traducción editorial, con trabajos publicados en diversas editoriales españolas y revistas de tirada nacional. Desde el 2018, es profesora en el Grado de Traducción e Interpretación de la Universidad Complutense de Madrid. En el 2005 se licenció en Traducción e Interpretación en la Universidad Pontificia Comillas y en el 2015 terminó el Máster Universitario en Ciencia del Lenguaje y Lingüística Hispánica de la UNED, donde confirmó definitivamente su pasión por la lingüística. Es socia tanto de Asetrad como de ACE Traductores.
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