28 marzo 2024
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La traducción especializada frente a la editorial

Desde hace ya tiempo, los estudios teóricos han tenido en bastante poco aprecio la traducción de textos no editoriales; total, para traducir el manual de una batidora no hacen falta más meninges ni, por descontado, mayores estudios. Paradójicamente, en España no se puede vivir bien —ni mal— de la traducción de libros, mientras que algunos campos de la que llamamos traducción especializada son los que cosechan mejores tarifas, salarios o consideración social.

Según contaba un amigo mío hacia principios de febrero de este año, en un acto público, se les quejaba un eurofuncionario de que, para traducir un documento especializado de 500 páginas desde el inglés hacia el resto de las lenguas oficiales de la UE, le habían dado un presupuesto de 55 000 euros, con un plazo de once meses de trabajo. Independientemente de la opinión que a cada uno le merezcan las instituciones internacionales y sus políticas de gasto, podemos estar bastante seguros de que hay muchísima diferencia entre las instrucciones de una batidora de mano y los documentos del ejercicio Solvencia II, que regulan y organizan la contabilidad de las compañías de seguros de toda la Unión Europea. Pero ambos se consideran igualmente textos «especializados», esto es, no editoriales.

¿Por qué se desprecia la traducción no editorial? Porque, se supone, «con un buen diccionario bilingüe, no hace falta nada más». Esta idea no es más que la última reformulación de un prejuicio que llevamos siglos arrastrando. Recojo a continuación datos que recopilé durante la investigación de mi tesis de doctorado.

De la antigüedad al Renacimiento

En nuestra cultura está muy arraigada la idea de que a tipos de textos distintos les corresponden estrategias distintas de traducción. Antiguamente, como ahora, se contemplaban dos procedimientos básicos: el literal, palabra por palabra, y el libre.

La primera distinción se debe originalmente a Cicerón (Vega, 1994: 77), que ya en el año 46 a. J.C. diferencia la traducción elaborada «al estilo de los intérpretes» (en el sentido hermenéutico de la palabra) de la realizada con criterio de orador, más poética. Esta observación, que no se refiere a tipos sino a funciones textuales, sienta las bases de una distinción metodológica que perdura hasta nuestros días. La retoma san Jerónimo en el siglo v, en la epístola lvii a Panmaquio, De optimo genere interpretandi (Vega, 1994: 82-86), donde distingue entre textos sagrados y «profanos». Aquí nuestro santo patrón no está hablando de textos científicos ni técnicos, sino de una traduccioncilla a la vista que hizo él por encargo personal, para el abad de su monasterio. Por tanto, tenemos una primera clasificación de estrategias por tipos textuales, que, no obstante, se limita a asignar un procedimiento estrictamente literalista para los textos sagrados, en los que «hasta el orden de las palabras encierra misterio».

Jeroglífico traducción

De la Edad Media data el primer gran testimonio de la traducción de textos científicos, en la actividad de las escuelas de traducción de Nisibis, Damasco y Bagdad (Baker, 2001: 103). Allí se traduce al árabe la filosofía y la ciencia helenística clásica, trabajo que continúa la Escuela de Traductores de Toledo, para verter posteriormente al latín toda esta sabiduría.1 A principios del siglo xiii, Adelardo de Bath y Pedro Alfonso trasladaron a Inglaterra la astronomía árabe, y el obispo Miguel de Tarazona financió la traducción de textos protocientíficos, atendiendo probablemente a la demanda de Francia; también Gerardo de Cremona fue autor de la traducción de muchos textos científicos y filosóficos (Baker, 2001: 552-3). En aquella época se realizaron muchas traducciones técnicas y científicas; los traductores al latín de la España medieval eran comúnmente judíos conversos o mozárabes, y estarían perfectamente capacitados para ocuparse de la necesaria transferencia de conocimientos científicos y tecnológicos entre las culturas.

De este período se ocupan, entre otros autores, Kelly (1971) y Delisle y Woodsworth (1995); según ellos, no nos han llegado demasiados datos sobre reflexión específica alguna en torno a la traducción de textos científicos. Los procedimientos de traducción debían ser bastante distintos de los actuales, así que tampoco sabemos si su descripción nos resultaría de mucha utilidad práctica. Según comenta Menéndez Pidal (citado en Ruiz Casanova, 2000: 62), una persona leía el texto original en árabe y otra distinta escribía la traducción al latín. En medio se ponían de acuerdo hablando, utilizando para ello la lengua vulgar común, el romance.2 Lo que podemos tener por cierto es que no utilizarían diccionarios bilingües latín-romance ni árabe-romance, aunque puede suponerse que dispusieran de listas de equivalencias léxicas entre el árabe y el latín, ambas dos lenguas de cultura.

Según Baker (2001: 553), las traducciones del árabe al latín eran en su mayor parte literales, cayendo incluso en la reproducción palabra por palabra. Esta estrategia se aplicó asimismo a los textos filosóficos y científicos desde los tiempos de Boecio y Juan Escoto Erígena, y la opacidad resultante se remediaba mediante glosas, notas marginales y comentarios extensos. Estos datos señalan una estrategia literalista en la traducción de textos científicos en la Edad Media; pero tenemos también por otro lado el testimonio del sabio filósofo Maimónides, que en su carta de 1199 a Ibn Tibbon (Cano y Ferre, 1988: 115) explica que

para traducir es necesario alterar el orden de las palabras, escribir una palabra en lugar de varias o viceversa, […] añadir o suprimir términos hasta que se fije el sentido.

Es decir, lo contrario de la traducción literal: el traductor debe tomar muchas decisiones distintas en la formulación del nuevo texto. Puesto que está hablando de la traducción de textos médicos, podemos pensar que considera recomendable este enfoque, como mínimo, para los textos que hoy llamamos especializados; lo cierto es que Maimónides no habla explícitamente de tipología alguna.

Durante todo el período de la dominación islámica en la península, la existencia de florecientes centros culturales andalusíes tanto árabes como judíos lleva a pensar que la traducción de textos científicos y técnicos fue muy abundante en al-Ándalus, y la reflexión del sabio recogería lo que en ese momento era, en su opinión, la norma habitual de calidad aplicable a los textos traducidos.

En defensa de la traducción literal, no nos resistimos a recoger la observación que hace en 1390 Pero López de Ayala sobre una traducción suya (Russell, 1984: 15). El canciller entiende que las traducciones deben dificultar la vida al lector, y advierte:

Paren bien mientes los que en este dicho libro leyeren al romançe que el dicho trasladador fizo, y la orden y manera que tobo, guardando todauia la costunbre de los sabios antiguos filósofos y poetas; los quales… guardaron syenpre este estilo de llevar la sentençia suspensa fasta el cabo, y de anteponer los casos del verbo, del qual han regimiento, los quales, segunt la arte de la gramatica, en construyendo, deven ser pospuestos. E esto fizo él por guardar el color de la retorica y la costunbre sobredicha de los sabios, que dificultaron sus escrituras e las posieron en palabras difiçiles e aun obscuras, porque las leyesen los onbres muchas vezes y mejor las retoviesen y mas las preçiasen, quanto en ellas mas trabajo se gana, con mayor presçio se guarda.3

Prólogo a Las Flores de los Morales de Job (1390)

Que es decir, en román paladino, que ha traducido su texto palabra por palabra por muy antiidiomático que le saliera el fárrago resultante; es consciente de que no hay cristiano de pro que pueda echarse al coleto semejante engendro sin leer el texto por lo menos siete veces, pero eso es precisamente lo que quiere conseguir: la ciencia con sudor entra. Es más: según él los textos originales también son asaz incomprensibles, y con la misma intención. La opacidad del texto meta se propone como una cualidad, que contribuirá a enaltecer tanto el texo original como las enseñanzas contenidas en él; cuanto más difícil sea leer un texto, más valioso se considerará. Aquí, por cierto, encontramos también la expresión de otra tradición muy nuestra, que equipara ininteligibilidad con prestigio; simplificación que para desdicha nuestra sigue vigente en estos días.

En el Renacimiento, con la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1543, numerosos sabios y filósofos griegos se refugiaron en Italia huyendo de la asimilación cultural otomana, y encontraron allí el amparo de los príncipes, que les asignaron puestos de importancia en la universidad. Esta circunstancia, unida a la etapa de recuperación de la cultura grecolatina clásica que la historia llama Humanismo, impulsó un nuevo esfuerzo de comprensión y transmisión (y por tanto traducción) del pensamiento de los antiguos. Todo este saber se reúne en magníficas bibliotecas como la de los Medici en Florencia o la que el papa Nicolás v crea en el Vaticano, en Roma.

En 1532, en sus Versiones e interpretaciones, el humanista español Juan Luis Vives vincula directamente tipos textuales y estrategias de traducción (Vega, 1994: 117):

Hay versiones del sentido en las que han de pesarse muy concienzudamente también las palabras y aun contarlas […]. También sería buena esta precaución de los negocios públicos y privados de mucha importancia y en los misterios de nuestra Santa Religión. En esos casos no debe el que traslada interponer su juicio.

Volvemos a ver aquí lo mismo, aun en un humanista que defiende por lo general la traducción sensual o de sentido: para determinados textos (en concreto, los jurídicos y religiosos) se recomienda la estrategia literal, que «cuenta las palabras». Para los demás tipos, dice, el traductor puede relajarse algo más.

Llamaremos de paso la atención sobre las palabras de Vives, que llama «interponer su juicio» a traducir de manera no literal. Esta forma de hablar transmite la idea de que traducir palabra por palabra es no pensar, con la que estamos perfectamente de acuerdo; pero de ella se infiere también una falacia que desearíamos ver morir: que se puede traducir sin pensar. A juzgar por algunos plazos que se piden en el mercado, se diría que es una opinión compartida por otras personas en nuestra cultura.

Tenemos que tener en cuenta, por otra parte, que en la Edad Media y el Renacimiento la estrategia palabra por palabra era una fórmula bastante segura para traducir la Biblia sin tener la ineludible certeza de encontrarse un día, por haberlo hecho, atado a una estaca con una hoguera debajo; destino final que encontraron tantos traductores durante las disputas religiosas europeas. Comprensiblemente, la popularidad de la traducción literal se vio bastante fortalecida por esta innegable ventaja para la seguridad personal de los esforzados renacentistas.

El pensamiento científico de la Ilustración

Ya en el siglo xvii, nada menos que Leibniz continúa con esta visión tipológica de la estrategia traductora (Robinson, 1997: 183-184), sentando las bases de la concepción eminentemente terminológica de los textos científicos. Sus observaciones sobre la traducción aparecen en la obra Unvorgreifliche Gedanken, betreffend die Ausübung und Verbesserung der deutschen Sprache en 1697; en ella el filósofo demuestra confiar plenamente en el poder de la razón, lo que le lleva a adoptar una visión estrictamente literalista. Dado que el discernimiento humano puede denominar todos los entes e ideas existentes o por existir, traducir no presenta ningún problema siempre que la lengua tenga ya el suficiente desarrollo léxico. Es decir, la traducción es una mera sustitución de palabras. De hecho, considera que precisamente la facilidad o dificultad de traducir constituye una especie de prueba de fuego sobre el grado de riqueza de una lengua determinada (Leibniz, 1695: 425):

Inzwischen ist gleichwohl diejenige Sprache die reichste und bequemste, welche am besten mit wörtlicher Ubersetzung zurechte kommen kan, und dem Original Fuß vor Fuß zu folgen vermag […]4

Esta concepción, que se va alejando de las corrientes imperantes en su tiempo (cf. Robinson, 1997: 183-186), no está basada ya en la autoridad del emisor original como otras teorías, sino en una supuesta relación biunívoca y exacta entre las entidades y sus nombres, comprensible en el espíritu ilustrado, con su confianza ciega en el raciocinio nominalista como fuente de todo análisis. Un siglo más tarde, en un artículo de L’Encyclopédie de 1779, el historiador francés Jean-François Marmontel, miembro del movimiento enciclopedista, escribe que «las materias científicas y del dogma exigen un traductor de gran precisión en los términos» y, más adelante, «las obras que no son más que pensamiento son fáciles de traducir a todas las lenguas» (Vega, 1994: 199 y 203).

Esta pretendida facilidad se basa, entendemos, en la misma noción: las lenguas se diferencian fundamentalmente por los cinco elementos de la enseñanza retórica clásica,5 pero no por el léxico. Otro erudito, el filólogo suizo Johann Jakob Breitinger, escribía en 1740 lo que podría ser una especie de carta a los Reyes Magos de los que aún confían en la traducción artificial (Vega, 1994: 174):

Los diversos idiomas no deben considerarse sino como diferentes inventarios de palabras e idiomatismos totalmente equivalentes que pueden ser intercambiados y […] en el significado coinciden plenamente.

En el Romanticismo debemos destacar especialmente las teorías del teólogo alemán Friedrich Schleiermacher, tanto en el ámbito de la traducción como en el de la hermenéutica: de hecho, sus ideas se han aplicado a la interpretación de los textos económicos fuera del contexto de la traducción (cf. Gerrard, 2002). En el ensayo Über die verschiedenen Methoden des Übersetzens, publicado en 1813, este autor distingue dos tipos de textos, los artísticos y los pertenecientes a la «vida comercial» Geschäftsleben, cuya traducción es una labor «casi exclusivamente mecánica» fast nur ein mechanisches Geschäft, debido al «uso fijo» —fester Gebrauch— de las palabras en este discurso (Schleiermacher, 2000: 28-30). Por tanto, los textos comerciales son traducibles literalmente por definición, dado que el vocabulario empleado se caracteriza por la restricción terminológica, que puede ser idéntica en todas las lenguas. Es la misma norma que viene a enunciar Ortega en el celebérrimo ensayo Miseria y esplendor de la traducción, de 1937 (Vega, 1994: 300):

[En los textos científicos,] el autor mismo ha comenzado por traducirse de la lengua auténtica en que él «vive, se mueve y es», a una seudolengua formada por términos técnicos, por vocablos lingüísticamente artificiosos que él mismo necesita definir en su libro.

Es más:

[En las disciplinas científicas y técnicas,] los [libros] de todos los países están ya escritos casi íntegramente en la misma [lengua].

Por lo que su traducción no presentará la dificultad de otros textos, redactados en un lenguaje más natural o, mejor dicho, menos «artificioso». Como vemos, son numerosos los ejemplos históricos de este tipo de visión mecanicista de la traducción especializada.

La radical transformación que se ha operado durante el último siglo tanto en la práctica como en la teoría de la traducción nos deja en herencia un panorama teórico abigarrado. Se debaten conceptos nuevos junto con nociones antiguas; se distingue la traducción «literaria» por encima de todas las demás —aunque ampliada en los últimos tiempos mediante la denominación «de libros»—, se acumulan definiciones en cierta medida tautológicas y se tiende a echar la traducción especializada al rincón de los diccionarios bilingües. En toda esta tradición cultural encontramos las raíces y el desarrollo de muchas de las nociones que se debaten, mezclan y confunden a inicios del siglo xxi.

La primacía de los términos

En resumen, nuestra cultura tiende a refrendar desde antiguo la correspondencia entre traducción «especializada» y estrategia literalista, palabra a palabra, que siempre se ha considerado apta para determinados tipos de textos. Esto ayuda a comprender la perspectiva actual de tantos estudiosos, profesionales y aun estudiantes ante textos no pertenecientes al canon cultural, en cuyo análisis tienden a valorarse sobre todo los aspectos terminológicos, fraseológicos y de documentación, en menoscabo de otros factores que, no obstante, podrían ser también fecundos para un traductor. Por ejemplo, McEnery y Wilson (1996) asignan la condición de sublanguage a los registros tecnolectales, defendiendo que en tales casos la misión del traductor se simplificará considerablemente, dadas las herramientas informáticas, diccionarios y bancos de datos terminológicos disponibles en la actualidad. La misma tendencia se ve en Binon y Cornu (1985), para quienes las lenguas de especialidad se reducen prácticamente a una cuestión de terminología.

Esta visión de la traducción especializada reduce los problemas del traductor a buscar y encontrar equivalentes léxicos y, como mucho, a tratar de familiarizarse con rasgos fraseológicos. Fuera de estos dos factores, el texto no presentará, pues, mayores problemas. Tal vez sea necesario añadir algo de documentación, si el traductor es muy nuevo o el tema es muy abstruso… pero una persona de cualquier formación, dadas las suficientes herramientas terminológicas —incluida la capacidad de buscar, encontrar y adaptar— hará una traducción técnica aceptable.

Al nominalismo que estamos describiendo tenemos que atribuir, además, la consideración de la palabra como «contenedor» de un significado, analogía mental analizada en gran profundidad por Lakoff y Johnson (1981) y comentada en su vertiente traductológica por —entre otros— Chesterman (1997) o Martín de León (2005). Según la visión intuitiva más habitual, las palabras «contienen» un significado bien delimitado, y la traducción no es otra cosa que un «trasvase» de significados que pasarían del vocablo en un idioma a su correlato en otro. La suma de estas dos generalizaciones produce un punto de partida que los pensadores del siglo xx han logrado desechar casi por completo para la traducción literaria, pero no, por desgracia, para la no literaria, con la notable excepción de la escuela funcionalista alemana (Reiß y Vermeer, 1996).

A la tradicional distinción metodológica por tipos de textos se suma, pues, la idea de que este tipo de actividad es mecánica, para producir una visión general de la traducción especializada como un ejercicio casi automático si se cuenta con buenos glosarios o diccionarios bilingües, al que corresponde una estrategia literalista debido a la relativa ausencia de elementos propiamente culturales y a la dificultad intrínseca del asunto tratado. En consecuencia, como decíamos, se considera que los aspectos más importantes de la traducción especializada son eminentemente terminológicos, fraseológicos y documentales, y poco más.

Del hielo, de las rocas, del concreto, del azulejo, del mármol y de la madera dura

Carramplones

Nos quedamos con la incompleta idea de que un texto especializado se reconoce primariamente por su densidad léxica, y le denegamos la cualidad de lenguaje humano que sí reconocemos a textos de mayores vuelos artísticos o filosóficos: no es de extrañar el fantástico auge que tiene la redacción artificial, que mete el original en una máquina con diccionario y… ¡a traducir! Así sale ello. Veamos el texto trilingüe que acompaña a estas líneas, que venía en la caja de unos zapatos, por cierto, nada baratos.6 Los carramplones de metal ofrecen una tracción excelente, sin duda, pero lo que el original quería decir es que no son garantía de estabilidad; aunque los lleves, te la puedes pegar. El textillo español dice otras cosas, en el hipotético caso de que diga algo; y, a pesar de todas las precauciones, el guantazo ha sido pleno. Las traducciones artificiales deberían llevar obligatoriamente una advertencia: «La empresa no garantiza que este texto tenga ningún sentido; en caso de problemas de comprensión, se ruega consulten a su traductor de referencia». Estaría bien lanzar la iniciativa, ahora que eso está tan de moda.

Las universidades han tenido que ir aumentando la presencia proporcional de la traducción especializada, ante un mercado que en estos momentos, como decíamos al principio, da muy mal de comer a los traductores de libros. Y, poco a poco, los profesionales del sector van presionando a los docentes para que empiecen a pensar de otra manera, analizando también la traducción especializada en términos de variantes discursivas, sintaxis, morfología comparada o análisis discursivo. ¿Cómo estructuran el pensamiento los médicos alemanes? ¿Sería conveniente reorganizar los elementos cuando se traduce al castellano? ¿Qué estrategias sintácticas están utilizando los traductores de textos económicos del inglés al español? ¿En qué medida se incrementa o disminuye la ambigüedad del discurso jurídico?

Para hacer una traducción especializada —aunque sea de carramplones—, se parte del presupuesto de que hay que conocer el campo de especialización. Esta afirmación parecería de Pero Grullo si no fuera porque en las universidades, a veces, puede aparecer el sorprendente discurso de que con buenas técnicas de documentación se puede sustituir el conocimiento experto. Pero es que, además de saber de qué estamos hablando, hay que dominar también otros elementos; personalmente, algunas traducciones editoriales de asunto económico (manuales o libros de texto, por ejemplo) que he tenido la desdicha de manejar, traducidas por insignes catedráticos de economía, me han concitado deseos de apuntarme directamente a sus clases para poder decirles en persona unas cuantas cosas. También en el sector médico hay numerosos ejemplos de lo mismo: el texto traducido por un médico dejará mucho que desear, si esa persona no es además traductora. En todos los campos pasa. Hasta que no se elimine la generalizada visión de que la traducción especializada es algo más que poner una detrás de otra una serie de palabras encontradas en un diccionario, no se eliminará en la universidad el menosprecio cultural que recibe, y viceversa. No sólo de carramplones vive el texto.

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Bibliografía

Baker, M. Routledge Encyclopedia of Translation Studies. Londres; Nueva York: Routledge, 2001.

Binon, J. y Cornu, A. M. «The Degree of Systematization to Define the Relationship between General and Functional Language». En Perrin, M (ed.). Proceedings of the 4th European Symposium on LSP. Burdeos: Université de Bordeaux II, 1985. p. 21-52.

Cano, M. J. y Ferre, D. Cinco epístolas de Maimónides. Barcelona: Riopiedras, 1988.

Chesterman, A. Memes of translation. Ámsterdam; Filadelfia: John Benjamins, 1997.

Delisle, J. y Woodsworth, J. Les traducteurs dans l’histoire. Ottawa: Presses de l’Université d’Ottawa, 1995.

Die philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz. Hildesheim: Georg Olms, 1965.

Gerrard, B. «The Significance of Interpretation in Economics». En Henderson, W., Dudley-Evans, T. y Backhouse, R. (ed.). Economics and Language. Londres: Routledge, 2002. p. 51-63.

Kelly, L. G. The True Interpreter: A History of Translation Theory and Practice in the West. Nueva York: Palgrave Macmillan, 1979.

Lakoff, G. y Johnson, M. Metaphors we live by. Chicago; Londres: University of Chicago Press, 1981.

Martín de León, C. Contenedores, recorridos y metas: Metáforas en la traductología funcionalista. Fráncfort del Main: Peter Lang, 2005.

Mcenery, T. y Wilson, A. Corpus Linguistics. Edimburgo; Edinburgh University Press, 1996.

Reiß, K. y Vermeer, H. J. Fundamentos para una teoría funcional de la traducción. Madrid: Akal, 1996. (Traducción de S. García Reina y C. Martín de León).

Robinson, D. Western Translation Theory: From Herodotus to Nietzsche. Manchester: St Jerome, 1997.

Ruiz Casanova, J. F. Aproximación a una historia de la traducción en España. Madrid: Cátedra, 2000.

Russell, P. E. Traducciones y traductores en la Península Ibérica (1400-1550). Bellaterra: Universitat Autònoma de Barcelona, 1984.

Schleiermacher, F. Sobre los diferentes métodos de traducir. Madrid: Gredos, 2000. (Traducción y comentario de V. García Yebra).

Vega, M. A. Textos clásicos de teoría de la traducción. Madrid: Cátedra, 1994

1 Junto con otros centros de traducción peninsulares, secundarios pero también activos, como Ripoll, Sahagún, Tarazona y otros (cf. Ruiz Casanova, 2000: 54-89).

2 Es probable que este procedimiento, que ahora resultaría demasiado caro, dé como resultado una mayor calidad de la traducción, libre del efecto hipnótico del texto original.

3 La cursiva es mía.

4 […] con todo, la lengua más rica y adecuada es la que mejor puede lograr una traducción literal, y seguir el texto original paso a paso.

5 Inventio, elocutio, dispositio, memoria y pronuntiatio (cf. Du Bellay, en Vega, 1994: 124).

6 Cortesía de mis alumnos, a quienes transmito mi mayor agradecimiento.

Reproducción parcial o total de contenidos o ilustraciones sólo con autorización por escrito de la redacción y citando autor y fuente.

María Luisa Romana
María Luisa Romana
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Se licenció en 1988 en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. De 1989 a 1991 trabajó en el sector financiero, que abandonó para dedicarse a la traducción institucional en Bruselas (Bélgica). Desde 1996, año en que regresó a España, simultanea la traducción por cuenta propia con la enseñanza de lingüística aplicada y traducción especializada en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). En el año 2009 se doctoró en traducción, con un estudio sintáctico comparativo entre el inglés y el español en textos económicos.

María Luisa Romana
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Se licenció en 1988 en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. De 1989 a 1991 trabajó en el sector financiero, que abandonó para dedicarse a la traducción institucional en Bruselas (Bélgica). Desde 1996, año en que regresó a España, simultanea la traducción por cuenta propia con la enseñanza de lingüística aplicada y traducción especializada en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). En el año 2009 se doctoró en traducción, con un estudio sintáctico comparativo entre el inglés y el español en textos económicos.
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