1 noviembre 2024
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Hablemos de la traducción y de los traductores

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Como dijo Francisco Umbral en una de las frases por las que se le recordará: «Yo he venido aquí a hablar de mi libro». Quizá sea esta una curiosidad mínima para un traductor supuestamente acostumbrado a ser la voz de otros. Sin embargo, es en este tipo de jornadas donde podemos reclamar nuestra propia voz.

Y es cierto: aquí el traductor va a hablar de su libro. Hace veinte años tuve el atrevimiento de escribir y defender una tesis doctoral en la Universidad de Salamanca. Su título era El camino del traductor: historia y desconstrucción. Después empecé a moverme en el mundo profesional y dejé esa parte investigadora y teórica. Hace unos años me empezó a asaltar la duda de qué tal habría sobrevivido al paso del tiempo esa tesis… Y lo que es más importante: cómo resistiría el filtro de casi veinte años de práctica profesional.

Me gustaría descubrir algunos argumentos que usamos los propios traductores que vician nuestro discurso. A veces, al leer publicaciones y escuchar comentarios tengo la sensación de que, desde que san Jerónimo sufría en su cueva, Lutero escribió la Vulgata o los primeros ordenadores de IBM empezaron a traducir, muchos traductores seguimos atascándonos en debates llenos de aporías: razonamientos trufados de contradicciones y paradojas que, en lugar de desenterrar y sacar a la luz, simplemente pasamos por alto y miramos hacia otro lado.

Ninguna actividad humana y muchos menos la traducción puede escapar de la pregunta fundamental, cuya respuesta informa toda nuestra actividad posterior. Estoy hablando de la posibilidad de la propia tarea. Y una tesis o cualquier artículo como este debe empezar por este punto.

¿Es posible traducir? ¿Se trata de una tarea imposible? O, lo que es más importante, ¿tiene sentido esta pregunta? Esta es la clave ya que nos planteamos la propia condición de posibilidad de dicha pregunta. Y este es, y fue en su momento, mi punto de partida: si no nos planteamos las condiciones de posibilidad de nuestra tarea, es decir, si no desarrollamos un marco teórico, lo más normal es que acabemos cayendo en las aporías que mencionaba antes. Nadie puede afirmar que no se preocupa por la teoría, porque esta es indisociable de la práctica: es necesario realizar algún tipo de abstracción mental para realizar cualquier tarea.

Curiosamente, la mayoría de esas contradicciones se ven en los entornos más profesionalizados de la localización, en debates entre compradores y vendedores de palabras. Sin embargo, resulta más preocupante cuando somos los propios traductores los que empleamos de forma acrítica razonamientos que carcomen los cimientos de nuestro trabajo. Ahora me gustaría repasar algunas de esas ideas que recorren el discurso sobre la traducción y los traductores basándome en el análisis que propuso Andrew Chesterman en 1997: el de los supermemes.

Realmente, no se produce un transporte entre A y B sino una transformación.

El supermeme origen>destino supone un «movimiento» en el proceso de la traducción. Un desplazamiento unidireccional y vectorial entre dos puntos claramente definidos. Las traducciones serían grandes petroleros que transportan algo de un punto a otro. Realmente, no se produce un transporte entre A y B sino una transformación, ya que los originales no desaparecen de A sino que continúan operando en su punto de origen, aunque es posible encontrar textos originales que no «funcionan» en su punto de origen (anuncios redactados para ser traducidos, informes para empresas extranjeras, etcétera). En efecto, Chesterman indica muy apropiadamente que «la traducción aporta valor al texto origen, añadiendo lectores para sus ideas, agregando otras interpretaciones, etcétera». Esto nos llevaría a una última crítica de este supermeme: si los textos traducidos no sufren un transporte sino una transformación y los textos originales se ven expandidos por sus traducciones, ¿es posible afirmar sin ninguna duda que la traducción es un proceso unidireccional?

El supermeme de la equivalencia no es más que una prolongación del origen>destino y recorre de una forma u otra todos y cada uno de los enfoques teóricos sobre la traducción. Son los investigadores agrupados bajo el nombre translation studies quienes subvierten el estudio tradicional de la traducción y conceden una especial preeminencia al análisis de los textos traducidos, no como resultado de un texto original sino en su «funcionamiento» en la cultura y literatura receptoras.

En los estudios de traducción la equivalencia sufre una inversión: no es una condición de las traducciones, sino su denominador. Es decir, no existe una traducción no-equivalente (Toury). Esto es especialmente evidente si consideramos los casos (la mayoría) en los que los elementos que definen un texto traducido como «traducción» no son, en primer término, la equivalencia sino el conjunto de relaciones en las que entra el texto dentro de la cultura receptora: mecenazgo, poética, universo del discurso, las lenguas en cuestión, la ideología del traductor, etcétera. El original es un elemento más que se introduce en el discurso del traductor sobre todos los factores anteriores. En efecto, no sería previo a ninguno de ellos, sino que se introduciría en el conjunto de relaciones que tienen como función producir (o impedir) la traducción.

El lenguaje es un elemento de comunicación, y la traducción es un uso real de dicho lenguaje: por lo tanto, comparte las características generales del mismo.

Para Chesterman el supermeme de la intraducibilidad está íntimamente relacionado con el de la equivalencia: dado que la equivalencia es inalcanzable, la traducción debe ser imposible. Habría que situar tanto la equivalencia como la intraducibilidad en el marco de la «metafísica de la presencia» del pensamiento occidental. El lenguaje es un elemento de comunicación, y la traducción es un uso real de dicho lenguaje: por lo tanto, comparte las características generales del mismo. Por otra parte, el lenguaje es un elemento de diferenciación dado que ninguna clase de comunicación lingüística es perfecta. Solo dentro de esta contradicción puede surgir la intraducibilidad. De la misma forma que la traducción es imposible, el lenguaje es indecible, ya que si toda comunicación es un proceso de transferencia entre un emisor y un receptor, y en este receptor reposa el esfuerzo de interpretación, entonces nuestra comunicación no alcanza ninguna meta: el receptor, como dice Nida, codifica el mensaje por sí mismo de una forma tal que supone que será más o menos paralela a lo que dice el emisor. Así, nos encontramos de nuevo ante esa comunicación imposible que Walter Benjamin resumía en su famosa frase: «ningún poema está dedicado al lector, ningún cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes la escuchan».

George W. Grace completa nuestro argumento al afirmar: «ninguna oración dice realmente lo que su emisor quiere decir. De hecho, ninguna oración dice lo suficiente como para entenderla sin la contribución del público».

Así, nos encontramos ante la clave de la intraducibilidad. La traducción es imposible de la misma forma que la comunicación es imposible. O lo que es lo mismo: la traducción es posible porque las personas traducen y la comunicación es posible porque las personas se comunican. Cualquier debate sobre la imposibilidad de la traducción debe hablar sobre la realidad de la traducción: a) existe la necesidad de traducir; b) existen textos traducidos; c) yo estoy hablando de traducción. Desde nuestro punto de vista, la traducción es imposible; sin embargo, también es necesaria y realizable. Quizás el problema resida en cómo definir esa imposibilidad, porque el debate sobre la intraducibilidad se ha agotado.

El siguiente supermeme que introduce Chesterman es libre frente a literal. De nuevo, la literalidad y la libertad de la traducción nacen muy unidas al debate sobre la equivalencia tal y como la divide Nida en equivalencia formal y equivalencia dinámica. Cuando el traductor se encuentra ante un fragmento en el que las dos lenguas coinciden y opta por utilizar dicha coincidencia, esto no significa que su decisión se base en una oposición literal-libre sino que en el proceso general de la traducción esa opción se trae al primer plano. Es decir, las cuestiones lingüísticas tan solo representan una de las restricciones a las que se enfrenta el traductor en el proceso de toma de decisiones. Por una parte, podríamos mencionar el principio «Minimax» que introduce Jirí Levý al aplicar la teoría de juegos a la traducción: mínimo esfuerzo, máximo resultado. A esto añadiríamos a Peter Newmark cuando decía que toda traducción debe ser literal, a menos que exista alguna razón semántica o pragmática para no serlo, lo que sucede la mayor parte de las veces.

No obstante, hay que tener en cuenta la duplicidad de significados de la que disfruta el término «literal». No nos encontramos ante dos conceptos de literalidad sino ante dos posibilidades de traducción: «glosa lingüística» (agramatical) y «traducción literal» (gramatical). La diferenciación u oposición libre frente a literal no es funcional para los traductores. Simplemente remite a lo que todo traductor y estudiante de lenguas conoce: las lenguas difieren y coinciden en diferentes puntos. Además, evaluar una traducción como libre o como literal no nos informa sobre sus condiciones de producción, por la simple razón de que se trata de una referencia al sistema lingüístico (la langue de Saussure) y la traducción es una cuestión de uso lingüístico (parole).

Cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido.

El último supermeme que nos gustaría comentar es el que Chesterman denomina toda escritura es traducción: la traducción no es más que una forma de escritura que resulta ser una reescritura. Octavio Paz lo resume diciendo que aprender a hablar es aprender a traducir; cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido.

Más aun, si tomamos el concepto posmoderno de «intertextualidad», la traducción sería un hecho constante en cualquier forma de escritura. La escritura no sería una forma de creación originaria en oposición a una traducción «derivada». Antes bien, el escritor repite una y otra vez el conjunto de textos anteriores y contemporáneos. Dice Edwin Gentzler:

Quizás esas relaciones de los textos con otros textos (intertextualidad) y su historicidad puedan ayudarnos de aquí en adelante a asumir y superar las deficiencias de «nuestras teorías sobre la traducción».

A principios del siglo xxi, cuando ya hace varias décadas que asistimos a la muerte de los «grandes relatos», la teoría de la traducción también debe comenzar a revisar sus propios relatos o, en palabras de Andrew Chesterman, sus supermemes. No obstante, la crítica originaria no se debería remitir a esos cinco supermemes sino a la cuestión originaria que siempre subyace a la traducción y a cualquier reescritura. Ya Chesterman, al hablar de las normas profesionales de la traducción (accountability norm [ser leal a todas las partes implicadas], communication norm [optimizar la comunicación] y relation norm [conseguir una relación apropiada con el texto original]), señala que las dos primeras se pueden aplicar a cualquier tipo de comunicación mientras que la relation norm es exclusiva de la traducción. Y da la siguiente definición:

Sin embargo, si tenemos en cuenta las ideas posmodernas sobre la intertextualidad, podríamos afirmar que esta relation norm también es aplicable a cualquier tipo de comunicación. Por otra parte, nuestra principal dificultad suele encontrarse en las definiciones abiertas: «una relación apropiada de similitud relevante». Más adelante se aclara:

Aunque desde nuestro punto de vista un modelo de este tipo sí incluiría la mayor parte de los elementos necesarios para traducir, no acaba por definir (y mucho menos, superar) el gran conflicto del traductor tras la muerte de los «grandes relatos»: el original y el autor.

Octavio Paz aborda la cuestión del original y la traducción desde su concepción de que «[l]a traducción dentro de una lengua no es, en este sentido, esencialmente distinta a la traducción entre dos lenguas» y su visión de las lenguas: «cada lengua es una visión del mundo, cada civilización es un mundo. El sol que canta el poema azteca es distinto al sol del himno egipcio, aunque el astro sea el mismo». Sin embargo, alcanzado este punto, el argumento que más nos interesa es el siguiente:

Aquí comienza a surgir nuestra duda: si en la teoría literaria, la crítica, la lingüística textual o la filosofía, la definición e interpretación del significado es vaga y queda casi siempre abierta a la propia interpretación, ¿cómo se puede exigir al traductor que fije el significado de un texto o de una palabra?

En oposición a esta situación surge el postestructuralismo, donde la traducción no es una simple herramienta sino que, además, sirve como explicación y agente del cambio; visión que por otra parte se aleja de la de la traducción como pura transmisión.

Con el postestructuralismo y la desconstrucción se emprende una crítica del pensamiento del origen y la presencia. En el caso de la traducción, el origen y la presencia llevan a una marginalización de la actividad traductora. También resulta interesante la importancia que concede el propio Jacques Derrida a la traducción, de la que llega a decir en La diseminación: «Con el problema de la traducción nos enfrentamos nada menos que al problema del paso a la filosofía». Y en otro lugar afirma que la condición de posibilidad de la traducción es la posibilidad de la filosofía.

Empezamos a pensar en la traducción y en los traductores fuera de la lógica del elemento secundario. Se empieza a hablar de «suplemento» y «subalterno». Y en el pensamiento derridiano, «suplemento» no solo quiere decir complementario o adyacente, sino además imprescindible y necesario, incluido siempre antes de que el acto de traducir se inicie. Esta concepción de la traducción unida al desmantelamiento de los opuestos binarios comienza a poner en duda la posibilidad de basar cualquier teoría de la traducción en un pensamiento del original en oposición a su traducción.

Si aceptamos la desaparición de las oposiciones binarias, la imposibilidad de remitirnos a un origen fijo y la no secundariedad de la traducción, entonces el significado no puede presentarse como una entidad autónoma a la que podamos recurrir en el acto traductor; es decir, el significado también está sujeto ya a nuestra crítica. Por lo tanto, el significado no surge de la nada, sino que se crea y adopta sus características en el conflicto que plantean las oposiciones binarias. De hecho, el significado no aparece como una parte del binomio significante‑significado, para constituir el signo, sino que se representa como el resultado de la relación conflictiva entre significantes y significados. En efecto, el propio Derrida se encarga de recordarnos que la desconstrucción no busca la tachadura absoluta de la barrera entre el significante y el significado, ya que la traducción es una actividad fronteriza que practica, donde es posible, donde al menos parece posible, la diferencia entre significante y significado. Por lo tanto, la traducción no se encargará de la reproducción sino que será una más en la lucha por la creación y apropiación del significado. Y es ahí donde los traductores pasamos a ser agentes necesarios.

Nosotros hemos intentado pensar en la traducción como un desplazamiento de un elemento que ya está desplazado, como una huella de huella, signo de signo, suplemento de suplemento. En ningún caso pretendemos invertir la ecuación y decir que la traducción es más importante que el original o que es anterior a este. Nuestro punto de partida es que ninguna palabra, oración o texto expresa todo lo que queremos decir pero, también, siempre expresa más de lo que queremos decir. En definitiva, tanto cuando traducimos como cuando escribimos tenemos la sensación de que todo es ya traducción, que siempre hay un discurso que nos vigila y nos orienta. Así, la escritura y la traducción se nos asemejan a una tangente que busca su punto de contacto, una exploración constante de la posibilidad de significar, de encontrar un espacio y un momento en el que surja la chispa. Y la tangente perfecta existe. Sin embargo, lo que no existe es la posibilidad de saber que nos encontramos allí. O lo que es lo mismo, siempre estamos allí ya que la traducción, como tal, siempre es perfecta.

Es en la desaparición del traductor, en su invisibilidad, donde el autor se nos descubre y reclama su nombre propio.

Si, como hemos visto la traducción está indeterminada en el origen, y el significado se fija para un espacio y un tiempo en concreto, la traducción debe ser un lugar donde se practica la violencia, la lucha por el significado. No en vano, la traducción surge en Babel que, por confusión, significa la violencia de Dios con respecto al hombre que no traduce. Si Rousseau necesitaba una ruptura en el continuo de la humanidad que produjese la necesidad de la comunicación a distancia, Dios proporciona esa quiebra al recuperar la significación de todas las cosas para sí y al condenar al hombre a la traducción. A partir de este momento, la lucha de los hombres será una repetición continua del acto fundacional de Babel en el que Nimrod, jefe de obra de la torre, dice: «démonos un nombre para que no nos volvamos a dispersar sobre la faz de la tierra». Sin embargo, Dios pronuncia violentamente su propio nombre propio y desde ese momento la búsqueda del nombre, del significado, de la traducción de los pueblos de Babel será una lucha continua por imponer nombres parciales. Así, ya no es posible pronunciar un nombre ni afirmar un significado si no es como oposición, como subyugación de otro nombre u otro significado. Por esta razón, en el proceso traductor el original se crea en oposición a la traducción. La originalidad condena a la traducción a un papel secundario en el que esta solo podrá ser fiel reflejo pero no podrá brillar, porque en su no brillar, brillará el original. Es en la desaparición del traductor, en su invisibilidad, donde el autor se nos descubre y reclama su nombre propio. Solo mediante la tachadura de la traducción puede sobrevivir el original.

Para que la escritura brille la traducción debe pasar por estática, fija, invisible y transparente. […] Sin embargo, esa supuesta invisibilidad no implica que el traductor pueda dejarse llevar y descuidar su tarea.

Pero el traductor nunca desaparece de forma absoluta: siempre queda ahí vigilante, dejando su huella donde todo parece liso. El traductor, al encontrarse ante la indeterminación del significado y su conflicto, practica la diferencia entre las lenguas. Se mueve en un espacio entre textos y culturas en el que se siente extranjero porque, una vez que ha entrado en la práctica de la diferencia, ya no puede fijar la referencia. La traducción será, de este modo, un proceso en el que la búsqueda del significado es la tarea del traductor, pero dicha búsqueda no implica un punto final o una detención sino un «apuntar hacia» constante que intenta dar sentido pero no fija sino que abre a nuevas redes de significación. Desde nuestro punto de vista, en todo ello la traducción no sería demasiado diferente de la escritura, pero en contraposición necesaria para que la escritura brille la traducción debe pasar por estática, fija, invisible y transparente. (Quizá para mantener este efecto las traducciones de muchas obras se repiten en cada generación.) Sin embargo, esa supuesta invisibilidad no implica que el traductor pueda dejarse llevar y descuidar su tarea, antes bien nuestra nueva de la agencia del traductor implica que su texto representará una continua vigilancia de las fuerzas que rigen la relación entre original y traducción de tal forma que el texto traducido sea una apertura del campo y no una estructura cerrada. Nos parece fundamental que el traductor sea un individuo consciente de todas estas relaciones porque, de no ser así, su tarea se acabará convirtiendo en una pura reproducción en la que no se produce reflexión. Si para algo ha de servir la teoría en la práctica es a modo de un discurso vigilante que nos hace más conscientes de nuestra propia tarea, que nos vuelve visibles para nosotros mismos.

Una vez llegados aquí debemos recorrer el camino de vuelta por nuestra crítica a los supermemes y a las teorías tradicionales y reconocer que nuestro principal empeño debe ser intentar plantear algunas preguntas sobre la traducción como forma de escritura en relación a un «original» que deberemos definir a la vista de comentarios como los de Octavio Paz. Al mismo tiempo, se hará necesaria una recuperación del papel del traductor. De hecho, ya a finales de los años noventa, asistimos un resurgimiento del traductor y a una desaparición de la invisibilidad (probablemente un supermeme que Chesterman ha pasado por alto). No en vano un artículo de Susan Bassnett se titula «The Meek and the Mighty: Reappraising the Role of the Translator». Este artículo finaliza con la siguiente frase:

Esto también ha mejorado la relación entre teoría y práctica de la traducción ya que, como afirma Gentzler:

Llegados casi al final, afirmamos que los traductores nos vemos empoderados gracias a nuevos enfoques teóricos que nos liberan de oposiciones binarias y discursos restrictivos sobre nuestra propia tarea.

A modo de conclusión, me gustaría resaltar algunos puntos. En primer lugar, no existe ninguna tarea que no se apoye en la teoría. Hasta el barrendero de cualquier calle ha desarrollado un marco teórico que le ayuda en su trabajo diario y que le permite enfrentarse a nuevas situaciones desde tácticas y estrategias que se apoyan en su sistema teórico. Además, debemos evitar formas de ver nuestro trabajo con las que nos autoengañamos. En general se suele tratar de afirmaciones sesgadas que solo buscan salvar una situación, pero sobre las que no disponemos de ninguna base fuera de su supuesta carga apriorística.

  • La visibilidad del traductor empieza por nosotros mismos y para nosotros mismos.
  • Debemos evitar críticas ateóricas que envenenan nuestro trabajo y nuestro discurso, y en muchas ocasiones desvelan un autoodio hacia una tarea que deberíamos amar. Sobre esta cuestión me gustaría dejaros con un par de reflexiones sobre situaciones diarias y recientes. Siempre me ha llamado la atención nuestra prevención hacia el cine doblado y la preferencia hacia el subtitulado. Sin embargo, pocas personas (yo ahora recuerdo al profesor Fernando Toda) han analizado las implicaciones de una técnica u otra desde el punto de vista de la traducción y su recepción. ¿Realmente es defendible nuestra postura? Por último, no podemos dejarnos llevar por razonamientos parciales y acríticos en los que nuestro comentario no aporta nada y solo ensombrece nuestra tarea. Quiero pensar ahora en el caso que se ha hecho famoso recientemente en las redes sobre una intérprete en la última Gamescome. Sobre esto os invito a leer una reciente entrada de Tenesor Rodríguez Perdomo.

Con estas ideas llegamos al final y espero haber suscitado más preguntas que respuestas, porque el traductor es ese animal que cuestiona continuamente hasta el cimiento más firme de su tarea.

Javier Mallo
Javier Mallo
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Nació en Vigo. Empezó a estudiar Filología en Salamanca por convicción y, al mes, se cambió a Traducción por casualidad y mitomanía. Por si una licenciatura no fuera bastante, se enredó en un doctorado. Como (por suerte) no le dieron una beca de investigación, le tocó ponerse a trabajar como autónomo, a hacer la objeción de conciencia y a redactar una tesis doctoral a marchas forzadas. Leyó cosas sesudísimas durante dos años y, un día, en la calle del Espejo, decidió que, si aquellos señores tan barbados podían, él también. Defendió su tesis en un caluroso junio de 2000 con gran éxito entre crítica y público (mayormente su propia familia que se desplazó en masa). Dejó la vida universitaria y se fue a probar el mundo de las multinacionales de la «localización» en Irlanda. Se especializó en las «revisiones en nombre del cliente» y, al cabo de unos años, se trajo el trabajo para España. Ahora es autónomo, inquieto y babylancer. El resto prefiere contarlo en persona…

Javier Mallo
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Nació en Vigo. Empezó a estudiar Filología en Salamanca por convicción y, al mes, se cambió a Traducción por casualidad y mitomanía. Por si una licenciatura no fuera bastante, se enredó en un doctorado. Como (por suerte) no le dieron una beca de investigación, le tocó ponerse a trabajar como autónomo, a hacer la objeción de conciencia y a redactar una tesis doctoral a marchas forzadas. Leyó cosas sesudísimas durante dos años y, un día, en la calle del Espejo, decidió que, si aquellos señores tan barbados podían, él también. Defendió su tesis en un caluroso junio de 2000 con gran éxito entre crítica y público (mayormente su propia familia que se desplazó en masa). Dejó la vida universitaria y se fue a probar el mundo de las multinacionales de la «localización» en Irlanda. Se especializó en las «revisiones en nombre del cliente» y, al cabo de unos años, se trajo el trabajo para España. Ahora es autónomo, inquieto y babylancer. El resto prefiere contarlo en persona…

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