No tengo ni idea de fotografía. Me encanta sacar fotos. El transcurrir de todos mis viajes y, desde que los móviles con cámara se nos pegaron indefectiblemente a los dedos, el de cualquier otro momento de mi vida se suele ver interrumpido a cada rato por mis a veces inspirados, otras veces afortunados y la mayor parte de las veces torpes intentos de captar para la posteridad la belleza, la fealdad extrema, el absurdo, lo hilarante, lo conmovedor y lo mágico que me rodea. Consecuencia, supongo, de haber venido de serie con un disco duro bastante justito de gigas.
Las mías son, a menudo, imágenes tramposas, saturadas, forzadas hasta el límite a base de filtros y texturas para maximizar contrastes y revelar los colores que estaban ahí escondidos.
Toda la vida me ha dado mucha rabia no saber lo suficiente del tema (o no tener el equipo adecuado) como para atrapar siempre en la cámara exactamente aquello que mis ojos veían, pero, todo hay que decirlo, no la suficiente como para ir por ahí cargando con un teleobjetivo gigante o como para superar el temor reverencial (y la pereza) que me da el Photoshop. Por eso, para mí descubrir Instagram, sus filtros y la miríada de aplicaciones de edición de fotografía para tontos que surgieron a rebufo de aquella fue como darle a un niño una caja gigante de Cariocas. Mandé el realismo a tomar agua de la fuente y decidí que, si no era capaz de reconciliar lo que yo veía con lo que la cámara captaba, iba a usar mi armamento de rotuladores digitales y a «sacarles los colores» a las imágenes tanto en el sentido literal como en el figurado. Las mías son, a menudo, imágenes tramposas, saturadas, forzadas hasta el límite a base de filtros y texturas para maximizar contrastes y revelar los colores que estaban ahí escondidos, pero imperceptibles a simple vista. Son imágenes transformadas hasta hacerse irreconocibles, casi más pictóricas que fotográficas, cada vez más alejadas de lo que ven mis ojos, pero cada vez más cercanas a lo que ven mis sueños. Y mis pesadillas.
Cuando me engatus…, perdón, cuando me convencieron para aportar las fotos de este número de La Linterna, el coronavirus no había ni asomado la patita y yo, que procuro ser todo lo nómada y culo inquieto que me puedo permitir, tenía planeados varios viajes para 2020 en los que, sin duda, habría nutrido mi catálogo de lugares, paisajes, animales, casas y cosas bellísimos y lejanos. Sobre todo, lejanos.
Tenía clarísimo que las fotos de este número iban a ser fotos de viajes.
La realidad se encargó de tirar por los suelos mi cántaro de lechera trotamundos y me tocó conformarme con emprender, como a la mayoría de vosotros, un periplo a mi interior. Tocó pasar mucho tiempo conmigo misma. Tocó encontrar todo lo que antes encontraba explorando sitios lejanos explorando mi imaginación y mis recuerdos, confinada entre cuatro paredes. Hubo que redescubrir la belleza, olvidada de tan cotidiana, escondida por los rincones de la casa o en el trayecto al supermercado.
Hubo que redescubrir la belleza, olvidada de tan cotidiana, escondida por los rincones de la casa o en el trayecto al supermercado.
Al principio del camino, antes de ser consciente de que esto también era un viaje más, no encontraba nada que considerara digno de fotografiar, pero, poco a poco, fui abriendo los ojos y con ello las fotos fueron llegando para dejar constancia de ese proceso. De ese viaje. Para ayudarme, una vez más, a no olvidarlo.
Por eso las imágenes de este número son fotos de viajes, sí. Pero de viajes externos y de viajes internos, de viajes de la fantasía, de viajes a lo cotidiano, de viajes a otras vidas y a otras realidades, de viajes recordados, de viajes soñados, de viajes que no fueron y, tal vez, ojalá, de viajes que serán.
Julia Gara Lecuona
Julia llegó a esto de la traducción como a la mayoría de las cosas en su vida: por casualidad, de rebote y por el camino más largo e innecesariamente tortuoso. Lo de los planes a largo plazo bien trazados y las líneas rectas se lo deja para la próxima reencarnación, si eso, que en esta ha decidido que lo suyo es disfrutar del camino, por muchas vueltas que dé y por muchos altos que toque hacer. Se lo pasa pipa traduciendo cosas de lo más variopinto y, a veces, dicen las buenas lenguas que incluso se le da bastante bien. Mejor que escribir sobre ella misma, seguro.