El sonido era el de unos cubitos de hielo flotando en un vaso corto, de grueso cristal. Venía del otro lado de la puerta del dormitorio, y se movía de un lado para otro, como si alguien paseara parsimonioso por el largo pasillo, agitando lentamente un whisky, absorto en sus pensamientos. Pero no había pisadas.
Me quedé inmóvil en la cama, mirando al techo, aguzando el oído. Tal vez lo había soñado. Pero no, ahí estaba el sonido de nuevo. Lo había oído claramente. Noté que mi mujer también estaba despierta y le pregunté si había oído algo.
—Sí, había una especie de tintineo ahí en el pasillo. Debe ser alguien que se ha levantado para ir al baño —dijo.
Eran las tres y pico de la madrugada, pero éramos trece en casa, así que sería lógico pensar que en algún momento de la noche habría alguien levantado para echar un pis. Lo que pasa es que lo que yo oí era sin duda algún tipo de copa, y eso no tenía tanto sentido.
Otra vez el sonido.
—Voy a echar un vistazo —le dije— a ver quién es el sonámbulo que no deja dormir a los demás.
Justo en ese momento, el amante del whisky volvía a pasar por la puerta. Cogí el móvil, encendí la linterna y abrí la puerta. El sonido paró al instante, y no había nadie en el pasillo.
Soy un tipo cualquiera de Estados Unidos que encontró en España una increíble abundancia de Historia.
Perdonen, que no me he presentado todavía. Soy un tipo cualquiera de Estados Unidos que encontró en España una increíble abundancia de Historia. Siempre había sido mi asignatura favorita en mis años mozos: estudiar cómo hemos evolucionado como sociedades humanas de distintas maneras a lo largo de los siglos, de los milenios; cómo las acciones y reacciones de los distintos pueblos se interrelacionaron, cómo cada evento daba forma a los eventos que siguieron. Y me fascinaban especialmente los restos físicos y culturales que quedaban como testigos tangibles de lo que había venido antes. Pero un aficionado a la Historia tiene poco que hacer en EE. UU. a la hora de satisfacer su interés y su curiosidad más allá de los libros o los documentales; las oportunidades para pasar los dedos por los recuerdos del pasado son muy limitadas.
A los europeos les gusta meterse con el asombro de los yanquis al experimentar por primera vez las imágenes y los sonidos de unas sociedades que llevan «toda la vida» ahí.
Es probable que eso tuviera mucho que ver con el hecho de enamorarme de España casi desde el mismo momento de aterrizar en el país. De repente me encontraba rodeado de «cosas viejas» … ¡y muchas! Era mi primera salida del Nuevo Mundo, y había tantísima Historia por todas partes. Es difícil explicar la sensación a los que nacieron en el Viejo Mundo; de hecho, a los europeos les gusta meterse con el asombro de los yanquis al experimentar por primera vez las imágenes y los sonidos de unas sociedades que llevan «toda la vida» ahí.
—Tío, tranquilo, ¡no es más que un edificio viejo! —le dicen.
Tal vez. Pero se lo dicen en una ciudad como Cádiz, con más de tres mil años a sus espaldas, a un tipo nacido en una ciudad del viejo Oeste americano de poco más de cien años de antigüedad.
A pesar del tiempo que llevo en España, desde entonces, la fascinación no ha disminuido, al contrario, ha ido en aumento. Y cuando me encuentro en un lugar lleno de una historia muy específica, mi imaginación se descontrola. Empiezo a pensar en las personas que llegaron antes, las cosas que habrían hecho, los acontecimientos vividos ahí. Así, al encontrarme aquel verano en una vieja casa solariega que había estado en la familia de mi mujer durante siglos, mi mente quiso desesperadamente conectarse con los cuentos que me podría contar.
Lo que yo había oído era diferente: se movía, con propósito, con dirección. Parecía humano.
Volví a la cama, pero me costó dormirme. Me considero un tipo inteligente, firmemente arraigado en la lógica de la ciencia y en el mundo tangible. Pero no pude desviar mis pensamientos de una explicación sobrenatural a los sonidos que había oído. Era una casa muy antigua, claro, y ciertos crujidos de los cimientos por la noche tendrían sentido. Pero lo que yo había oído era diferente: se movía, con propósito, con dirección. Parecía humano.
Unas horas más tarde, me desperté sobresaltado. No recuerdo haber oído nada —desde luego, no había sido el Sr. Whisky on the Rocks—, había sido más bien la sensación de que alguien me arrancaba físicamente del sueño. Miré a la oscuridad, con miedo a moverme, sabiendo que alguien me vigilaba. Despacio, miré hacia la izquierda, hacia la cuna de viaje donde mi hijo pequeño dormía. Pero no estaba dormido. Se había puesto de pie y me miraba fijamente.
—¿Qué te pasa, tío? ¿No puedes dormir?
Siguió mirándome fijamente.
—¿Estás bien?
Se soltó del borde de la cuna con una mano y señaló la puerta, balbuceando una palabra que no logré entender. En cuanto hubo transmitido su mensaje, se volvió a acostar y se durmió en seguida. Yo ya no dormí más en toda la noche.
Cuando por fin salió el sol, me atreví a salir al pasillo y me encaminé al cuarto de baño. Las tablas del suelo crujían mucho, las motas de polvo revoloteaban por los haces de luz que entraban por las claraboyas, y las miradas de los ancestros que habían construido la casa me contemplaban desde los grandes retratos colgados en las paredes. Me paré delante del retrato del fundador de la casa, don Alonso, el bisabuelo de mi mujer. «Desde luego, parece el tipo de señor que disfrutaría de una copa en medio de la noche mientras repasa los negocios del día», pensé, convencido solo a medias de que era una bobada imaginarme algo así.
La casa solariega se había construido originalmente como ala residencial de una fábrica de harina.
La casa solariega se había construido originalmente como ala residencial de una fábrica de harina, construida a mediados del siglo xix a orillas de un río de Castilla la Vieja. En distintos momentos de su historia, había servido como residencia principal de la familia del molinero o como remanso de paz para escapar del bullicio de la gran ciudad durante los meses del estío. La había visitado una ecléctica colección de personajes a lo largo de los años, desde la pequeña nobleza (y no tan pequeña) hasta toreros famosos, importantes figuras políticas y escritores de renombre internacional. Incluso había servido de hospital de campaña durante la guerra civil española. Pero su largo pasillo había sentido también las pisadas de un sinfín de personas anónimas: obreros de la fábrica, aldeanos, visitas de España y más allá. Si uno fuera de los que creen en los espíritus y las auras y otras formas de imprimir el ser de uno en algún lugar, sería muy fácil imaginar que las paredes de la casa fueran el lugar de eterno reposo de más de un alma.
Si uno creyese en ese tipo de cosas…
Miré los retratos de la pared. La cara del fundador parecía reflejar una profunda desaprobación.
Unas semanas después del primer incidente, yo era la última persona despierta en la casa. No me podía dormir. Era una noche inusualmente calurosa para esas latitudes de España; los vientos del norte que acostumbraban a soplar al ponerse el sol, trayendo alivio incluso después de los días más abrasadores, brillaban por su ausencia. Paseaba por el pasillo, intentando evitar los tablones que sabía que más crujían. Del vaso de limonada que tenía en la mano caían gotas de condensación. Miré los cubitos de hielo que quedaban en el vaso y los agité. Me entró un escalofrío al oír ese sonido familiar del tintineo de un whisky on the rocks. Casi al instante, sentí un pinchazo en el muslo, como si me hubiesen mordido. Ya sin preocuparme por despertar a los demás con el crujido del pasillo, fui corriendo al salón y encendí la luz. Vi dos líneas rojas en mi pierna, con forma de mordedura humana. Miré los retratos de la pared. La cara del fundador parecía reflejar una profunda desaprobación.
Quise contarle a alguien lo que estaba pasando, pero sabía que no se lo podía mencionar a nadie de la familia. Era gente seria que no querría oír hablar de fantasmas ni de fuerzas inexplicables, capaces de dejar marcas de dientes. En cualquier caso, le hice una foto a la herida como prueba de lo ocurrido, en parte para convencerles a ellos si alguna vez les hablaba del tema, en parte para convencerme a mí mismo de que no me lo había imaginado.
Convencido de que todo tenía que ser síntoma del calor y del agotamiento que venía con la falta de sueño, decidí que lo mejor sería irme a la cama y borrarlo todo de la mente. Pero al abrir la puerta del dormitorio, me encontré con el pequeño, de pie en la cuna. De nuevo balbuceaba aquella palabra que había dicho la primera noche.
—¿Qué intentas decirme?
—Tatabelo —balbuceó una vez más, pero ahora con más claridad.
«¿Tatabelo?» pensé. ¿Qué querría decir?
—Parece que dice «tatarabuelo» —murmuró mi mujer, medio dormida.
Y tenía razón. Porque a la mañana siguiente, mientras el niño gateaba por el largo pasillo, se paró bajo el retrato del viejo don Alonso —su tatarabuelo—, lo miró y le sonrió: «¡Tatabelo!». Miré la pierna y vi que no quedaba rastro del mordisco espectral. Volví a mirar al tatarabuelo y me dio la sensación de que el semblante le había cambiado: en lugar de desaprobación, sus enormes bigotes ahora parecían ocultar una media sonrisa pícara.
A pesar de que no creía en lo sobrenatural, los espíritus de ese largo pasillo me llevaron de viaje al pasado.
No sé si fue el calor de aquel verano o mi deseo constante de conectar con la Historia, pero de alguna manera, a pesar de que no creía en lo sobrenatural, los espíritus de ese largo pasillo me llevaron de viaje al pasado. Me hicieron estudiar la historia de esa vieja casa, que de alguna forma formaba parte de la historia misma de mi hijo. Y por eso, sea un misterio inexplicable o un cúmulo de casualidades lógicas, estoy agradecido. Estoy deseando pasar muchos veranos más ahí, con el deseo de que los fantasmas del pasado vuelvan a visitarme en aquel largo pasillo, con más historias que contar.
David C. Hendricks Roberts
David lleva más de treinta años en el mundo de los idiomas. Empezó como criptolingüista en la Marina norteamericana, especializado en el ruso y el español. Tras el servicio militar, trabajó primero como subtitulador, luego como traductor interno en una empresa de informática y finalmente como traductor autónomo durante más de 15 años, dedicado sobre todo a las traducciones técnicas. Nacido y criado en Estados Unidos, se nacionalizó español en 2001. Actualmente reside en Madrid.