Aurora es una mujer de 62 años, ya jubilada, que se acaba de divorciar. A pesar de haber vivido unos meses arduos desde su separación, ha tomado la decisión de no pudrirse en casa y emprender una nueva vida. Empieza por apuntarse a un gimnasio al que ella misma denomina «el gym pijo», un lugar que jamás hubiera pisado en su vida anterior, pero que ahora simboliza el cambio que va a experimentar. Desafortunadamente, solo ella lo ve así, algo que los demás usuarios dejan bien claro desde el primer día, con su gélido recibimiento. Impávida tras su primera experiencia, Aurora vuelve para demostrar que nadie puede con ella y con la vaga esperanza de toparse alguna vez con el misterioso joven que fue el único que le ofreció ayuda. A lo largo del libro, algunos capítulos se centran en la perspectiva de ese personaje. A veces, el mismo hecho se cuenta desde dos perspectivas diferentes. Se ha escrito con la colaboración inestimable de mi esposa, Mar Rodríguez Aragón, como editora y sabia consejera.
A continuación, algunos párrafos que narran la odisea de Aurora en el gimnasio.
No se apuntó al gym para hacer amigos o amigas (intentaba adaptarse a los tiempos, y ese sitio parecía mucho más acorde para usar estos términos que el coro de la iglesia), y menos mal, porque nadie quería ser su amigo. Las mujeres de su edad la miraban con una especie de desprecio, comparando celulitis y barrigas caídas sobre los leggins. Las jóvenes mostraban una mezcla de pena e incredulidad cuando veían que ocupaba un lugar que ellas podían aprovechar mejor.
No esperaba mucho de su primera visita, y pronto sus expectativas se quedaron manifiestamente cortas. Quería que su nuevo héroe le enseñara a usar aquellas máquinas tan sofisticadas, pero acercarse a él era una empresa más complicada que tomarse un café con el mismo Papa en San Pedro el Miércoles Santo. Aquel hombre parecía un imán para todas: si le pusieran una expendedora de números como las de la carnicería para hacer cola y tener una audiencia con él, todas cogerían su numerito y esperarían con ansiedad las palabras mágicas que dirían su número.
Se acordó de aquella vez, hacía ya más de treinta años, cuando intentó enseñar a su madre cómo programar el video para grabar Farmacia de Guardia mientras ella se iba de crucero. Por primera vez, se dio cuenta de lo ridículo que era pagar cien euros al mes para andar sobre una máquina y no avanzar, sobre todo cuando vivía al lado de un parque, y el clima mediterráneo solía ofrecerle suficiente respiro para llegar a su primera meta de cinco mil pasos. Le costó andar al ritmo de la máquina y sentía que cada pierna respondía a una velocidad diferente. Al intentar acomodar la otra para que siguiera el ritmo de su compañera, acabó dejando de usar una pierna por completo y se cayó de la máquina.
Había visto películas en las que en estos momentos aparece alguien para ayudar a la protagonista a ponerse de pie y, minutos después, todo el mundo se ríe de la experiencia. Este sitio no era de esos; más bien, le iban a cobrar un plus por dañar el suelo. Al parecer, nadie podía separarse de su programa de ejercicio ni un segundo para asegurarse de que aún respiraba. Se levantó sola con la ayuda de los soportes de la máquina, y esta, al detectar su peso una vez más, reanudó la marcha, asumiendo que el ocupante deseaba continuar con aquella placentera práctica. Sin esperar la continuación del ejercicio, la cinta la tiró hacia delante, y se dio en la cabeza con la consola de controles.
Alcanzó el botón de parada y volvió a confiar en sus piernas. Ahora la cinta se había parado, pero la información no llegó a ellas, que seguían caminando solas. Respiró hondo y se paró. Miró el reloj y calculó que todavía le quedaban cuatro mil ochocientos veintidós pasos.
Un monitor se acercó a ella. Por fin, ayuda, se dijo, pero solo iba para decirle que no estaba permitido sangrar dentro de la sala: con el golpe le salía sangre por la nariz.
—Quizás me puedas enseñar cómo hacerlo bien —dijo Aurora, detestándose por tener que pedírselo—, hoy es mi primer día.
—Lo del primer día sobra. Límpiese y le enseño si me da tiempo —respondió el monitor.
—Muy amable —en su diálogo interior, la frase terminó con la palabra cabrón, pero ya que era una señora, no era muy decoroso decirlo.
Se lavó la cara en el baño y volvió donde había hablado con el monitor. Este le dijo que había dejado su bolso al lado de la máquina y que eso no estaba permitido. Tenía que meterlo en una taquilla y cerrarla con un candado. Aurora respondió que no tenía candado y no quería dejarlo en una taquilla sin cerrar, como comprendería. No comprendió. Le preguntó si la chica de recepción le había informado de las normas.
—¿La del chicle? No me dijo nada —dijo Aurora, intentando apelar a su lado bueno, que seguía bien escondido.
—Se venden en la recepción por siete euros. O dos en el chino.
—No cobras comisión, por lo que veo —dijo Aurora riéndose.
—¿Eh?
A regañadientes, el monitor empezó a enseñar a Aurora cómo correr por la cinta sin tener que pagar un plus en el seguro médico. Después pasaron a una máquina cuya finalidad era levantar pesas, pero que en realidad era un instrumento de tortura de la Inquisición. Mientras Aurora intentaba levantar lo que parecían doscientos kilos (eran cinco), se acercaron al monitor dos jóvenes muchachas para entablar una conversación que seguramente era en clave, por lo que entendía Aurora. Ya bien distraído, el monitor se olvidó de ella para informarles sobre unas técnicas vanguardistas para fortalecer los codos, o algo así, mientras Aurora luchaba con el peso levantado encima de sus hombros, sintiendo con cada segundo como estos empezaban a disociarse de su cuerpo. Lo soltó cuando ya no podía más, y se oyó un ruido horrible. El monitor ni siquiera miró hacia atrás, así que ella cogió el bolso y se dirigió a comprar un candado.
—Me ha dicho tu compañero que puedo comprar un candado aquí —iba a tutear a todo el mundo, ya que nadie le mostraba respeto para merecer un «usted».
—Siete —dijo a través del chicle.
—¿Pollos? ¿Yenes japoneses? ¿Alubias mágicas? ¿Lágrimas de conejo? —respondió Aurora.
La chica sonrió con una de esas sonrisas que dejan claro que uno no siente ningún placer por estar involucrado en una conversación. Aurora le dio un billete de veinte euros. La chica le respondió que tenía que ser justo, justo en el sentido de exacto, lo cual no le pareció justo a Aurora.
—No tengo suelto.
—No tengo cambio.
—¿Te lo puedo dar el próximo día?
—No.
—Eres un sol.
En ese momento, el guaperas de antes se disponía a salir, y al escuchar la conversación, dijo a la chica: «Ponlo en mi cuenta, después nos arreglamos entre los dos». Y, de repente, no había problemas, Aurora tenía un candado. Dio las gracias al amable señor, que respondió así:
—De nada, mamá.
—¿Cómo has dicho? —contestó Aurora, totalmente descolocada.
—Quiero decir, señora —rectificó, y antes de que pudieran cruzarse otras palabras, ya estaba fuera. «Ahora las cosas van a ir mejor», se dijo mientras se dirigía al vestuario para ducharse.
No estaba segura de lo que esperaba ver en las duchas, pero por cien euros al mes, no imaginaba unas duchas abiertas que parecían sacadas de un documental sobre un campo de concentración. Allí se duchaban todas con todo al aire, sin tapujos. No le daba tiempo de ir a casa a ducharse y llegar a su siguiente compromiso, y entonces tuvo que ser fuerte y ducharse con las masas.
Es un arte desnudarse con el efecto de, a la vez, seguir vestida. Casi lo consigue cuando solo le quedaban las bragas, pero un movimiento en falso la traicionó y provocó otra caída. Acabó en una postura que no desprendía mucha dignidad y, una vez más, se levantó, quitándose de encima la suciedad del suelo para ducharse.
Lo que también entraba en sus esperanzas mínimas para un gimnasio de cien euros al mes era la provisión de jabón y champú. Se metió bajo el agua y se dio cuenta de que no había ninguna de las dos cosas. El primer milagro del día tuvo lugar cuando alguien que se asemejaba a un ser agradable le dijo: «Te lo dan en recepción».
Hacia allí fue con la toalla cubriendo la poca dignidad que le quedaba, y quedó claro que no había ido para otra discusión inútil.
—Jabón y champú, ahora, ya sabes, ponlo en la cuenta del guapete —dijo, señalándolo con el dedo.
La chica expresó con un gesto su deseo profundo de atender todas las necesidades de Aurora y le dio los artículos.
Contenta, Aurora volvió a la ducha con la intención de asearse lo más rápido posible. Dejó que el agua le mojara la melena y cometió otro grave error. Si quería ser rápida, lavarse el pelo no iba a ayudar, no era que hubiera sudado mucho. Mientras intentaba quitarse el champú del pelo y, a la vez, cubrirse las partes, la espuma parecía disfrutar de la broma para crear cada vez más burbujas. Levantó la cabeza para intentar quitarse la espuma más rápido, y esta le entró en los ojos. Ahora tenía que sacrificar la mano que le cubría los pechos para no quedarse ciega y, finalmente, se resbaló en el suelo para empujar el grifo hacia el lado del agua caliente. De repente, el agua salió con una temperatura digna del interior del Vesubio, y Aurora gritó con dolor. Se quitó el resto de la espuma con agua helada y cogió su toalla.
Le gustaba ir arreglada a sus compromisos, pero hoy parecía que la habían atracado. Se miró al espejo una vez más y se dio cuenta de que no llevaba maquillaje. Empezó a reírse a carcajadas y se dirigió hacia la puerta.
Craig Cavanagh
Craig Cavanagh es un traductor británico afincado en Sevilla desde el final de los noventa. Actualmente reparte su tiempo entre la capital hispalense y Mijas, en la Costa del Sol. Ha escrito dos novelas y cuatro colecciones de relatos cortos, además de tener un blog popular sobre el auge de los vinilos.