Este minirrelato forma parte de la antología Cuando ya no quede nada que contar1.
Papá tenía las manos suaves, delgadas y delicadas. Después de cenar, todos nos reuníamos alrededor del Steinway y, por un rato, gracias a Chopin, Mendelssohn y Debussy, mi padre nos hacía olvidar las bombas, el hambre y el sufrimiento. Los gemelos se metían entre sus piernas y él, en vez de enfadarse, levantaba los pies de los pedales, interrumpía su melodía y los apartaba después de darles un beso. Mamá lo observaba desde el otro lado del piano, sonriendo, como si el universo entero desapareciera, el tiempo de una sonata, y volvieran a estar ellos dos solos otra vez.
«Es imposible, todos me dicen que el nuevo orden no necesita artistas, sino obreros para reconstruirlo».
Algún tiempo después, cuando las bombas cesaron y engañábamos al hambre con las cartillas de racionamiento, papá dejó de tocar después de cenar. Todas las noches volvía a casa con su traje oscuro, cabizbajo, cansado, y ni siquiera los gemelos conseguían arrancarle ya una sonrisa. Mamá hacía como si no pasara nada y, cuando le preguntábamos, nos contestaba que estaba cansado de dar conciertos todos los días. Pero yo no acababa de creérmelo y una noche, con mi curiosidad infantil, salté de la cama para escuchar a mi padre entre susurros: «Es imposible, todos me dicen que el nuevo orden no necesita artistas, sino obreros para reconstruirlo. Lo que no dicen es que con mis afiliaciones políticas nadie me contratará, estoy acabado». Y escondió la cabeza entre las manos al tiempo que empezaba a convulsionarse. Yo salí corriendo pasillo arriba y me escondí de un salto bajo las sábanas. Nunca antes le había visto llorar y no olvidaría esa imagen mientras viviera. Todo se derrumbaba a mi alrededor.

Unas semanas más tarde apareció en casa un hombre trajeado, muy elegante, con el pelo peinado hacia atrás con brillantina. Se sentó frente al piano, lo examinó, levantó la tapa y empezó a tocarlo. Quise gritar, decirle que el sonido que profería no era más que una burla al lado de la maravillosa cadencia que lograba mi padre, pero no hice nada. El hombre se levantó, sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó a mi madre. A una señal suya, dos operarios entraron en el salón. Papá acarició el instrumento con infinita ternura y se dio la vuelta. No quiso ver cómo se lo llevaban escaleras abajo.
Al día siguiente, muy temprano, mi padre apareció en la cocina vestido con un mono azul, muy diferente a los elegantes trajes que solía llevar. Y, poco a poco, su mirada se empañó de ayer y sus manos se llenaron de callos.
1 Visús Díaz, Belén. Cuando ya no quede nada que contar. Valencia: Editorial Loto Azul, 2025.

Belén Visús Díaz
Belén Visús Díaz nació en Madrid y es licenciada en Traducción e Interpretación por la Universidad Pontificia Comillas de esa misma ciudad. Cursó parte de sus estudios en la Universidad de Wolverhampton (Reino Unido). Desde hace más de veinte años ejerce como traductora de inglés y traductora e intérprete jurada de francés. Asimismo, posee experiencia como docente del Máster de Traducción Jurídica de la Universidad Católica de París. A lo largo de su trayectoria también ha emprendido varios proyectos relacionados con el sector de los idiomas y la traducción. Sin embargo, nunca dejó de lado su verdadera pasión, la literatura, lo que le llevó a asistir durante años a cursos de escritura creativa. Hoy nos presenta Cuando ya no quede nada que contar (Ed. Loto Azul), su primera antología de relatos cortos, fruto de todos estos años.

