Y allí estaban, encima de la mesa. Las llaves de una relación tormentosa que, después de incontables idas y venidas, nos había terminado asfixiando a los tres: a ella, a mí, a nosotros. En una esquina, arrinconadas, lanzadas desde la distancia de su cobardía despreocupada. Su adiós se había despedido desde el recibidor, sin ni tan siquiera mirarme a la cara. Las tiró desde la puerta de la entrada como quien se deshace de un pañuelo usado. Pero este lastre era más pesado que la celulosa y, en su trayectoria, derribó el centro de gravedad de la mesa; ese jarrón naranja, tan estridente y desconcertante como su alma desordenada. Todo un detalle por su parte no habérselo llevado. Una pena, sin embargo, haberlo dejado allí tirado, abandonado. Las dos margaritas, antes testigos de su vivaracha existencia, habían sido arrancadas de sus entrañas por el cauce descontrolado de una tristeza anunciada. Descansaban ahora sobre el suelo, desparramadas, liberadas pero igual de inertes. Flores de plástico. No, nunca fue capaz de mantener nada con vida. Sí, prefería cuidar de cosas de mentira…
Todavía hoy, después de meses, mi pensamiento se sigue quedando sordomudo al recordar el vociferio de sus palabras vacías, huecas, arrugadas: «Te quiero en mi vida, pero sin etiquetas». El problema es que la incertidumbre, que no está mal como experiencia esporádica, tiene un largo historial de allanamiento de morada y siembra ilegal de desasosiego en el alma. Mala cosecha tendrán sus palabras. Desatarán hambrunas injustificadas. Caprichoso egoísmo chaquetero. Malnacida casualidad chabacana.
Pero se acabó. No te lo mereces. No me lo merezco. ¿Todo tiene una razón de ser? ¿Existen las casualidades? ¿Quizás vivimos una realidad inventada? Quizás. Solo quizás… Una esperanza compungida, desolada, anhela plantar sus posaderas en mi asiento reservado, ese que me ha costado sangre, sudor y lágrimas en un tren llamado «empezar de nuevo». Y, francamente, me niego a ir de polizón en el último vagón. Ya he mirado atrás demasiadas veces. He estado escondido entre bultos en demasiadas ocasiones. Y siempre ha sido ella la delatora. Siempre me has traicionado, lisonjera esperanza despiadada.
Pero no te preocupes. No pasa nada. He aprendido que las divas de cartón no dejan huella alguna en el alma. Su pomposidad no es otra cosa que gotas de agua mojada. Terminan por secarse. Tarde o temprano regresan a la nada.
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María Romero León
María Romero León es traductora, intérprete y asesora lingüística autónoma —licenciada en traducción e interpretación por la Universidad de Granada e intérprete de conferencias por el Máster Europeo de la Universidad de La Laguna—. La comunicación, así como el aprendizaje y la enseñanza de idiomas son su ámbito de especialización. Natural de Córdoba, reside actualmente en San Cristóbal de La Laguna y ejerce su labor profesional en la isla tinerfeña. Apasionada de la literatura y la escritura creativa, le gustaría embarcarse en el universo de las letras, sumergirse en su profundidad y descubrir los rincones más recónditos de la geografía literaria. Pueden encontrar más información en su página profesional.