29 marzo 2024
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Un futuro no tan lejano ni tan descabellado

La chica mecánica

Paolo Bacigaluppi: La chica mecánica.
Traducción de Manuel de los Reyes García.
Barcelona: Random House Mondadori, 2011.
ISBN: 978-84-01-33940-0

La chica mecánica es una de las novelas de ciencia ficción más premiadas y aclamadas del año 2010, y, seguramente para algunos, una de las mejores novelas del género de los últimos años. No obstante, a pesar de que muchas voces hablan de su indiscutible calidad literaria, y a pesar del hecho de que ha ganado los premios Hugo (ex aequo) y Nébula, que cuentan en su historial de premiados con nombres como Phillip K. Dick, Roger Zelazny, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Kim S., Ray Bradbury, Ursula K. LeGuin y muchos otros «intocables» de la ciencia ficción, se ha ganado tantas alabanzas como críticas por parte de los lectores.

De entrada, es necesario explicar que se trata de una obra de la llamada ciencia ficción «dura», es decir, que no hace demasiadas concesiones al lector, porque no busca ser bonita ni agradable, ni pretende deslumbrar con una tecnología avanzada ni describir maravillas salidas de la imaginación del autor, envueltas en una trama de intriga, ni tampoco se escuda en metáforas sociales o socorridas realidades alternativas. La novela de Bacigalupi está situada en Tailandia, en un futuro distópico no muy lejano, en el que la falta de combustibles fósiles y el mal uso y abuso de la biotecnología aplicada a la producción agrícola desencadenan una realidad que dista mucho de ser idílica o de parecerse a los paisajes futuristas, tan asépticos y metalizados, de las ciudades que imaginó Asimov. No, la Tailandia de Bacigalupi huele mal, tiene una atmósfera pesada y pegajosa que casi se puede cortar, es ruidosa, con el rumor incesante de los grandes hacinamientos de población, y está iluminada, a ratos, por luces mortecinas para nada indicadoras de abundancia de recursos. Es una realidad injusta —igual de injusta que la que nos toca vivir ahora— en la que existen terribles pandemias, represiones sociales, problemas económicos, brutalidad y maltrato, perversiones sexuales al servicio de los poderosos y un racionamiento estricto de la energía, mientras que unos cuantos (los de siempre) se siguen repartiendo el pastel y no se privan de nada, algo que tampoco le sonará muy lejano a cualquiera que lea o escuche las noticias a diario. Esa es la mejor baza de la novela, un mundo que a la vez es exótico pero tan real y palpable que resulta convincente y en el que no es difícil sumergirse, igual que no es difícil imaginar a Bangkok bajo la amenaza continuada de grandes inundaciones.

Se ha acusado a la novela, entre otras cosas, de no «atrapar» al lector, de no intrigarlo desde la primera página y de abrumarlo con su técnica de «inmersión» y su narración en presente, en contrapunto a la narración en pasado que se utiliza en los flashbacks. Efectivamente, desde la primera página encontramos profusión de términos en thai, alusiones a una tecnología que no sabemos bien si considerar muy avanzada o muy obsoleta, nombres de animales y enfermedades que nos cuesta determinar si son reales o pertenecen al mundo exclusivo de la novela… Y cero concesiones al lector: o sigues, o te quedas sin saber qué es todo eso y cómo encajan las distintas piezas, porque nadie te lo va a explicar, ni hay un glosario, ni una amable perífrasis, ni cualquier otra pista que ayude a descubrir si la «cibiscosis» es en realidad una enfermedad ya existente o una enfermedad inventada, por poner un ejemplo. Ese es el motivo por el que algunos lectores dicen no haber terminado el libro, o haberlo dejado a las pocas páginas, aunque confieso que ese no fue mi caso: abrí el libro… y me pasé los tres días siguientes como un alma en pena, buscando huecos para terminarlo, porque era incapaz de dejarlo a medias. Efectivamente, Bacigalupi no hace concesiones, pero lo que cuenta tiene tanta verosimilitud y está tan bien narrado, que es difícil no sentirse transportado a su universo (que podría calificarse de «realismo futurista», si no tuviera también pinceladas que rozan el realismo mágico, salpicado de pequeñas dosis de espiritualidad oriental). En resumen, su lectura fue una experiencia gratificante y plagada de personajes interesantes, complejos y en absoluto previsibles, de los que puedes esperar prácticamente cualquier cosa, porque en esta novela nada es blanco o negro. Como la vida misma.

Lo que cuenta [Bacigalupi] tiene tanta verosimilitud y está tan bien narrado, que es difícil no sentirse transportado a su universo

En realidad, yo no diría que es una buena novela de ciencia ficción, sino simplemente que es una buena novela, independientemente de que se la quiera catalogar dentro de un género u otro.

Un apunte sobre el título: se ha discutido acerca de la traducción elegida para la edición en castellano (la traducción más exacta sería «La chica a cuerda»), pero es una licencia permisible, porque a la vez que es más comercial, transmite bien la idea, sobre todo, si partimos de la base de que el propio título en inglés tiene sus detractores, que lo acusan de no ser representativo del contenido de la novela. Así lo entendieron los responsables de la edición alemana, quienes la titularon «Biokrieg» (literalmente, «Guerra biológica»). Para gustos hay colores; a mí «La chica mecánica» me parece un título muy acertado.

La traducción

Esto es lo que me da pie a explayarme acerca de la traducción de Manuel de los Reyes y la cuidada edición que nos entrega Random House Mondadori. Si en cualquier libro es importante la labor del traductor, en La chica mecánica, una traducción solamente pasable habría arruinado totalmente los esfuerzos del autor por sumergirnos en esa atmósfera realista a la que me refería antes y habría convertido esta novela, ya de por sí poco «palomitera» (por utilizar un símil cinematográfico), en un producto de difícil digestión. Y más, si uno es traductor, corrector o persona cercana al gremio.

Mi problema cuando leo una novela traducida es, imagino, el mismo que tiene la mayoría de mis colegas: que no importa lo absorta que esté en el libro que tenga entre manos, no puedo evitar ir desmenuzando inconscientemente la traducción, en uno de esos bonitos y difíciles (pero igualmente automáticos) ejercicios en los que uno cree saber qué ponía en el original y qué no debería poner en la traducción, sobre todo si el original está escrito en nuestra lengua de trabajo. En mi caso, esa realidad me llevó hace tiempo a enunciar el que yo llamo el «teorema de la ceja levantada»: el disfrute de un libro es inversamente proporcional al número de veces que se me levanta la ceja porque algo en la traducción (o en la edición, ya puestos) me chirría. En el caso de esta traducción de Manuel de los Reyes, ni una sola vez mi subconsciente me alertó de que aquello era una traducción, a no ser para sentir una mezcla de envidia y admiración por este colega, cuya labor en este libro es sencillamente impecable, a pesar de la innegable complejidad del texto, que contiene, no una, sino prácticamente todas las dificultades que un traductor puede encontrarse a la hora de traducir un texto de ficción, y algunas de las habituales de los textos científicos: neologismos, vocablos de terceros idiomas (en este caso, el thai) —que no se traducen ni se explican, pero de los que hay que averiguar el género, por aquello de las concordancias—, artilugios, animales y enfermedades reales o salidos de la imaginación del autor —sin que quede claro muchas veces si se trata de lo uno o lo otro—, realidades culturales, sociales y religiosas «exóticas», El disfrute de un libro es inversamente proporcional al número de veces que se me levanta la ceja porque algo en la traducción (o en la edición, ya puestos) me chirría términos científicos reales e inventados, escenas con gran carga sexual que tienen que ser explícitas sin caer en la pornografía o el mal gusto, descripciones de actos crueles que rozan lo truculento o macabro, y que se tienen que plasmar sin añadir o quitar la carga justa de morbosidad o crueldad que el autor pretendía transmitir…

Manuel de los Reyes García aprueba el examen con nota y nos regala una traducción impecable, rica en matices y léxico, respetuosa con la atmósfera y la intención del libro (sin perífrasis gratuitas ni notas al pie), gramaticalmente intachable y, sobre todo, muy plausible y con un registro acertadísimo: en ningún momento se tiene la sensación de estar leyendo una traducción. La cuidada edición de Mondadori —creo recordar que había un desliz ortotipográfico, pero no soy capaz de recordar cuál, por lo que imagino que no debía de ser muy grave— es una rara avis, en un género en el que las honrosas excepciones brillan precisamente por ser eso, excepciones, como si al lector de ciencia ficción le diera lo mismo cómo esté traducido o editado el libro, porque en su fanatismo (algunos dirían «friquismo») lo perdona todo.

Resumiendo: un libro muy recomendable y original, con una traducción de las de quitarse el sombrero, no apto para quien busque una lectura ligera, pero sí para quienes estén dispuestos a darle una oportunidad, a pesar de que en las primeras páginas se sientan un tanto desconcertados. En mi modesta opinión, merece la pena.

Isabel Hoyos
Isabel Hoyos Seijo
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Traductora del inglés al español y correctora de español de temas científicos y
técnicos en general, aunque sus principales especialidades son el marketing y el
autismo, ámbito del que lleva traducidos y corregidos un buen número de libros. Socia de Asetrad desde sus inicios, formó parte de la junta directiva de Asetrad en el período 2019-2023 y fue jefa de redacción de La Linterna en el período 2010-2014. Es su directora desde enero del 2015.

Isabel Hoyos Seijo
Isabel Hoyos Seijo
Traductora del inglés al español y correctora de español de temas científicos y técnicos en general, aunque sus principales especialidades son el marketing y el autismo, ámbito del que lleva traducidos y corregidos un buen número de libros. Socia de Asetrad desde sus inicios, formó parte de la junta directiva de Asetrad en el período 2019-2023 y fue jefa de redacción de La Linterna en el período 2010-2014. Es su directora desde enero del 2015.

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