29 marzo 2024
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Don Manuel, el rebelde que renunció a su pedestal

Un hombre mayúsculo, un académico outsider. Recordamos a la persona que ayudó a todos los profesionales del lenguaje gracias a su obra más consultada, el Diccionario de dudas. Un homenaje a quien renovó la lexicografía anteponiendo el criterio científico a la tradición. Un hombre que renunciaba de la grandilocuencia para hablar con sencillez, humor y cercanía. El académico que le quitó la autoridad a la Academia y se la devolvió a los hablantes.

«Me considero un rebelde». Cuesta imaginarse al afable don Manuel Seco, pero esa fue su propia definición ante su papel en la RAE, desde su A mayúscula. Esas palabras se me quedaron grabadas nada más pronunciarlas, en 2011, en un sencillo acto de reconocimiento como socio de honor de UniCo. Con mis compañeros correctores, tuve la suerte de conocer a la persona, de ver quién era en la cercanía aquel hombre que no buscaba homenajes ni agradecimientos, pero sí charlar con los profesionales de la corrección, para conocernos, para escuchar, para saber aún más de nuestro trabajo.

Para mí, hasta entonces, «el Seco» había sido, sobre todo, el diccionario de dudas que nos salvaba de horas de búsquedas y discusiones.

Para mí, hasta entonces, «el Seco» había sido, sobre todo, el diccionario de dudas que nos salvaba de horas de búsquedas y discusiones. Puede que Martínez de Sousa o el Panhispánico ofrecieran alternativas, pero Seco era el más sencillo y claro, debido, con seguridad, a sus dotes como profesor. Si te veías trabajando como profesional del lenguaje, como mercenario de las letras para servir en una redacción o en una editorial, tenías que llevar contigo encima tu diccionario de dudas; al igual que los soldados veteranos, antes de entrar en combate, despojaban a los de reemplazo de todas las tonterías y pertrechos que les dan en la academia. Los dejaban con lo esencial para sobrevivir en cualquier situación. El Seco era, y es, de esos libros que te permiten salir de las peores situaciones. Era el libro que te daban tus mayores para despojarte de los pertrechos académicos, no antes de salir de las trincheras, pero sí cuando sabía que te querías dedicar de verdad a las letras.

En ese mundo ya ordenado dábamos por sentado que Manuel Seco ya estaba allí desde tiempos inmemoriales, como una autoridad alternativa.

Sé que es un símil exagerado y él mismo se habría reído de una metáfora tan bélica para un trabajo tan silencioso y calmado como el nuestro, pero ahí reside su rebeldía. Porque en ese mismo contexto, todos los que trabajamos como profesionales del lenguaje, cuando empezamos, entramos en un mundo que ya estaba creado, ordenado y regulado, siguiendo el camino marcado por las autoridades… hasta el día que —como el niño que descubre quiénes son en realidad los Reyes Magos— empezamos a encontrar contradicciones en la norma o situaciones para las que no tiene respuesta; momento que, como todo joven aprendiz, aprovechamos para señalar con vehemencia nuestro desacuerdo y, quién sabe, si ganar una medalla por meter gratuitamente el dedo en el ojo de la Academia. En ese mundo ya ordenado dábamos por sentado que Manuel Seco ya estaba allí desde tiempos inmemoriales, como una autoridad alternativa, igual de sólida; porque parecía que sus consejos sugerían un motín, una rebelión a bordo, una patada en las cuadernas que hacía temblar la cubierta para recordarnos que nuestro trabajo no era más que un decorado construido por convenciones humanas y no divinas, en el que las normas que aceptábamos podían llegar a derrumbarse. Más o menos eso es lo que sentías con veinte años, cuando descubrías su otro punto de vista sobre si era recomendable o no el uso de una preposición. Ese era el calibre de la pasión que gastábamos los de letras en nuestros primeros pasos. Con el tiempo, la pasión se mantiene y atenuamos los excesos.

Pero don Manuel no era un mero libro ni un ariete contra nada, no era ninguna anécdota ni parte de ningún decorado: fue una persona como tú y como yo, pero con un interés por el lenguaje mucho más profundo. Por eso conviene recordar y descubrir a la persona que hay tras su figura: al hijo que sigue los caminos de su padre; al joven que nos regala a los 33 años el Diccionario de dudas; al hombre que asumió la dirección del Diccionario histórico de la lengua española y renueva la lexicografía; al profesor de lengua orgulloso de su trabajo y preocupado por cada alumno; al rebelde que decide gestar su propio diccionario de uso y que demuestra cómo se debe hacer este trabajo. Fue construyendo un legado ejemplar llevado no por una pasión rebelde, sino siguiendo los pasos de sus maestros Rafael Lapesa o Samuel Gili Gaya, perfeccionando ese camino para, sin proponérselo, llevarnos a todos aún más lejos. Un camino del que habría estado muy orgulloso su propio padre, Rafael Seco, autor del Manual de gramática española, quien murió cuando Manuel era apenas un niño.

Es la voz de un rebelde que dentro de la RAE proponía, enseñaba y demostraba con sus obras el cambio necesario.

No es el perfil de un rebelde. No es quien alza la voz contra la RAE con esa costumbre facilona de disparar dardos que no llegan a dar, sino que es la voz de un rebelde que dentro de la RAE proponía, enseñaba y demostraba con sus obras el cambio necesario. El académico Pedro Álvarez Miranda, en el obituario que le dedicó en El País, reconocía que «lo que hoy se sabe en España de lexicografía, entonces secta muy minoritaria y hoy disciplina de moda, se debe en gran medida a la obra y la labor de Manuel Seco».

En aquel homenaje de 2011, nos recordó a los correctores: «Yo digo lo que dijo Larra: “La RAE tiene razón… cuando la tiene”. Todos somos dueños de nuestro idioma, no la RAE».

Me di cuenta de que tenía delante lo más parecido a un científico de la lengua, que llegaba a una conclusión basándose en los datos.

Pero tengo su imagen grabada de la primera vez que lo vi y escuché en persona, en diciembre de 1999, en el primer congreso de ortotipografía, celebrado en la Facultad de Traducción de Málaga. Acababa de aparecer el Diccionario del español actual, que había gestado durante ¡30 años! con Olimpia Andrés y Gabino Ramos. A lo largo de nuestra vida es raro asistir al nacimiento de un diccionario de aquella envergadura, solo comparable al de María Moliner. Era asombroso darse cuenta de que a lo que estábamos asistiendo era a la incorporación de una obra a ese panorama que hacía solo unos años te parecía secular, eterno e inamovible. Pero no solo quedó allí la sorpresa: esa mañana cambió además nuestra percepción sobre las obras que llevábamos entre las manos y que regulaban lo que decían y significaban las palabras. Don Manuel nos contó cómo habían aplicado su metodología, la de un lexicógrafo que se precie. Validaban la acepción de un término siempre que apareciera con el mismo significado y en el mismo contexto un número concreto de veces en un corpus bien generoso: su búsqueda iba más allá de textos canónicos; habían incluido los textos de las revistas y periódicos, «incluidas las secciones de contactos personales», como señaló con una sonrisa. Me di cuenta de que tenía delante lo más parecido a un científico de la lengua, que llegaba a una conclusión basándose en los datos. Así, reconoció y demostró, entre otras cuestiones, que no es que hubiera anglicismos, sino que palabras como headhunter campaban por el castellano como en su casa porque los datos lo corroboraban. Ya era parte de nuestro idioma nos gustara o no. Si mi admiración y agradecimiento por el Manual de dudas era ya grande, lo que había hecho con este diccionario lo colocaba en un pedestal reservado a los más grandes. Pero a don Manuel no le gustaban los pedestales: bastaba hablar con él o escucharle para descubrir que era un hombre cercano, sencillo y humilde; que era un rebelde porque había arrebatado la autoridad a una institución —sin piras ni menosprecios— para devolvérnosla a los hablantes, a través de la observación del uso de las palabras y a la paciente y tozuda razón de los datos. Lo que el procesamiento del lenguaje natural nos demuestra ahora, nos lo había avanzado el sentido común de don Manuel.

Solo espero que los nuevos lexicógrafos que se han ido formando bajo su estela nos ofrezcan pronto los nuevos frutos que él ayudó a sembrar.

Ahora solo nos queda seguir agradeciéndole el trabajo que nos dejó. Gracias, don Manuel, por su obra y por su ejemplo.

Antonio Martín
Antonio Martín
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Licenciado en Filología Hispánica en la UCM. Profesor, comunicador y periodista: CEO de CÁLAMO&CRAN, PUBLISHNEWS y EnClaro (Lenguaje claro en español). Miembro de PALABRAS MAYORES. Cofundador de UniCo y de SEA (Spanish Editors Association). Fundador de EnClaro (Lenguaje claro en español). Socio de Honor de La Casa del Corrector, de la Fundación Litterae. Miembro del consejo editorial de la revista Archiletras. Es coautor de El libro rojo de C&C (C&C, Madrid, 2013), 199 recetas infalibles para expresarse bien (Vox, Barcelona, 2015), Dilo bien y dilo claro (Larousse, Barcelona, 2017), y autor de La mano invisible: confesiones de un corrector iconoclasta (CSIC, Madrid, 2019). Es un profesor apasionado y ameno, entusiasta divulgador del lenguaje.

Antonio Martín
Antonio Martín
Licenciado en Filología Hispánica en la UCM. Profesor, comunicador y periodista: CEO de CÁLAMO&CRAN, PUBLISHNEWS y EnClaro (Lenguaje claro en español). Miembro de PALABRAS MAYORES. Cofundador de UniCo y de SEA (Spanish Editors Association). Fundador de EnClaro (Lenguaje claro en español). Socio de Honor de La Casa del Corrector, de la Fundación Litterae. Miembro del consejo editorial de la revista Archiletras. Es coautor de El libro rojo de C&C (C&C, Madrid, 2013), 199 recetas infalibles para expresarse bien (Vox, Barcelona, 2015), Dilo bien y dilo claro (Larousse, Barcelona, 2017), y autor de La mano invisible: confesiones de un corrector iconoclasta (CSIC, Madrid, 2019). Es un profesor apasionado y ameno, entusiasta divulgador del lenguaje.

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