«Mucha gente concibe su trabajo como un castigo cotidiano. A mí, sin embargo, me encanta mi trabajo de traductor. La traducción es una travesía de una a otra orilla del mar. A veces me veo a mí mismo como un contrabandista, porque atravieso las fronteras del idioma con un botín de palabras, ideas, imágenes y metáforas». Extraigo esta cita de Choque de civilizaciones por un ascensor en Piazza Vittorio (Hoja de Lata, 2016), del escritor italoargelino Amara Lakhous, uno de los primeros autores que traduje del italiano. Soy consciente de que más pronto que tarde me tocará traducir algún libro de algún autor que no me sugiera nada, pero hasta el momento no se ha dado el caso. Suelo decir, y lo digo con sinceridad, que tengo la suerte de que me identifico con todos los narradores y con todas las narraciones que me han encargado traducir hasta la fecha: de todos esos autores he aprendido como escritor, de todas esas historias me he enamorado como traductor, todas ellas y todos ellos los recomiendo como lector.
Soy consciente de que más pronto que tarde me tocará traducir algún libro de algún autor que no me sugiera nada, pero hasta el momento no se ha dado el caso.
En ese proceso de identificación supongo que influye el hecho de que los escritores que he traducido en los diez años que llevo faenando en esas aguas que unen diferentes orillas idiomáticas a través de la literatura —como diría el personaje de Amara Lakhous— son autores vivos, y ello propicia que la corriente de empatía y de simpatía fluya, si cabe, con más fuerza. Aunque debo adelantar que la novela en la que estoy trabajando actualmente es de un escritor que falleció hace unos meses, poco antes de que comenzara a traducirla, y eso me generó, aparte de la lógica tristeza, cierto sentimiento de orfandad, también cierto sentimiento de inseguridad por la pérdida de ese «comodín» que las traductoras y traductores literarios tenemos en la figura del autor o autora cuando se nos resiste un término o una idea, un concepto o un contexto que, en última instancia, quizás solo pueda precisar la persona que concibió ese texto.
Fois rinde tributo a la labor genérica de la traducción, y en los capítulos sucesivos hace reconocimientos específicos a sus diferentes traductores y traductoras.
Marcello Fois, el autor al que he traducido en más ocasiones, acaba de publicar La mia Babele (Solferino, 2022), un ensayo donde explica, a través de vivencias, experiencias y anécdotas, su relación con las diferentes lenguas que han ido jalonando su vida y su carrera de escritor: empezando por el sardo, su lengua materna; siguiendo por el italiano, la lengua de comunicación que aprendió en la escuela, y continuando por los diferentes idiomas a los que ha sido traducida su obra —tan sarda como universal—, que van desde el inglés y el francés hasta el catalán y el castellano, pasando por el alemán, el griego, el portugués, el neerlandés, el gaélico o el japonés. En un capítulo titulado «Il privilegio di essere traduttori», Fois rinde tributo a la labor genérica de la traducción, y en los capítulos sucesivos hace reconocimientos específicos a sus diferentes traductores y traductoras en los distintos idiomas.
Como traductor, me impongo un cuarto deber, que es, a su vez, un deber en sentido doble: no traicionar al autor ni traicionar la lengua de origen de la obra.
Del traductor español (en fin, yo mismo) dice: «Su método consiste en traducir mi libro como si fuera el suyo. Y esta característica me sitúa en un estado de absoluta tranquilidad, me garantiza la certeza de que cada elección, ya sea acertada o equivocada, la hace de manera razonada». Aproveché la ocasión para escribirle y agradecerle esas y otras palabras cariñosas que me dedica en el libro, también para compartir con él algunas reflexiones sobre esta labor de traducir. Le contaba que me considero padre biológico, por decirlo así, de los libros que escribo y padre adoptivo de los libros que traduzco, y que quiero por igual a unos y a otros. Le confesaba también que a mí la traducción me resulta aún más exigente que la escritura. Como escritor asumo un triple compromiso: no traicionarme a mí mismo, no traicionar a la editorial que se juega sus cuartos para publicar mi obra y no traicionar al público lector, que también se juega un dinero cada vez que compra un libro. Como traductor, me impongo un cuarto deber, que es, a su vez, un deber en sentido doble: no traicionar al autor ni traicionar la lengua de origen de la obra.
En ese mismo libro, Fois asegura: «Si hay algo que he aprendido en el tránsito entre el idioma materno y el idioma de comunicación, es decir, en la necesidad de convertirme a menudo y gustosamente en traductor de mí mismo, es que el espíritu y la actitud, cuando los hay, no cambian, sea cual sea la lengua en la que se expresen». Esto me da pie a contar una parte de mi experiencia en ese «billar a tres bandas» con carambolas que supone para mí la literatura: como traductor de italiano, como autor traducido a alguna otra lengua europea y como autor autotraducido del asturiano al castellano. A Marcello Fois le comentaba, en ese mensaje de agradecimiento tras la publicación de La mia Babele, que traducir sus novelas —seis hasta la fecha, todas ellas para el sello gijonés Hoja de Lata— me ha resultado tan enriquecedor como si hubiera hecho un máster en escritura creativa. La trilogía Working Class de Alberto Prunetti ha sido para mí otro hito como traductor y, en este último caso, además me une al autor la circunstancia de que ambos somos escritores y traductores: él traduce del inglés y del castellano al italiano, yo del italiano al castellano y al asturiano.
Como escritor y como traductor sigo agradeciendo cada día todo lo me aportó el ejercicio del oficio de contar noticias en la prensa diaria durante veinte años.
Lakhous, Fois y Prunetti han sido algunos de mis maestros y compañeros en este viaje, incierto, arriesgado, que decidí emprender cuando llegué a la conclusión de que el periodismo, al que me había dedicado profesionalmente durante media vida y que había sido mi vocación desde la adolescencia, ya no me aportaba mucho más que una nómina a final de mes (que no es poco en estos tiempos). No obstante, como escritor y como traductor sigo agradeciendo cada día todo lo que me aportó el ejercicio del oficio de contar noticias en la prensa diaria durante veinte años. El periodismo fue para mí una inmejorable escuela de escritura, de compromiso y de pensamiento, y me dejó un bagaje de cultura general que me sirve, y mucho, tanto en mi faceta de escritor como en la de traductor.
El punto de inflexión en esta otra vida laboral, más enriquecedora desde el punto de vista personal y más empobrecedora desde el punto de vista económico, llegó cuando escribí Lluvia d’agostu (Hoja de Lata, 2016), en un momento en el que casi todo parecía hundirse a mi alrededor y la literatura era la única tabla de salvación que tenía a mi alcance. Gané con ella el Premiu de Novela Xosefa Xovellanos, el Premiu Tertulia Malory y el Premio de la Crítica de la Asociación de Escritores de Asturias. Hoja de Lata la editó inicialmente en asturiano y poco después me propuso publicarla también en castellano. Los plazos que nos marcamos eran cortos, yo entonces estaba traduciendo una novela italiana para esa misma editorial, y al final acabamos haciendo trabajo en cadena: mientras yo remataba la traducción del italiano al castellano, Daniel Álvarez —él y Laura Sandoval están al frente de la citada editorial— iba haciendo una primera traducción del asturiano al castellano de los capítulos iniciales de Lluvia d’agostu. Decía Manuel Vázquez Montalbán que «escribir es un vicio solitario», y no le faltaba razón en cuanto a la soledad de la escritura, pero publicar un libro no tiene nada de solitario: es un trabajo colectivo en el que participan profesionales de la escritura, la edición, la ilustración, la maquetación, la corrección, la distribución…
¿Autotraducir o confiar tu obra a un traductor que se enfrente a ella con una nueva mirada? Es una pregunta interesante para la que yo no tengo una respuesta concluyente.
¿Autotraducir o confiar tu obra a un traductor que se enfrente a ella con una nueva mirada? Es una pregunta interesante para la que yo no tengo una respuesta concluyente. En mi caso, opté por la autotraducción en Lluvia d’agostu y en algunos de los cuentos de Pasaxeres de la nueche (Hoja de Lata, 2019) que forman parte de Cabeza alta. Relatos de lucha y dignidad (Hoja de Lata, 2022) por diversas razones. La principal es que, de ese modo, me obligo a abandonar mi espacio de confort como escritor. Uno nunca acaba de escribir, de reescribir ni de corregir una obra, es una tarea infinita a la que le ponemos un tope temporal por la necesidad de cumplir con los plazos de entrega y, añadiría yo, también por salud mental, para evitar que el libro acabe convirtiéndose en una obsesión. A mí la autotraducción me ofrece la oportunidad —y me impone la obligación, al mismo tiempo— de enfrentarme de nuevo a una obra que ya había dado por zanjada hacía meses o hacía años. El resultado final, en la lengua de destino, es en mi caso un libro que está a medio camino entre la traducción y la reescritura, y creo que eso me ayuda a seguir progresando como escritor y como traductor. Otra de las razones que tengo para autotraducirme es que me parecería artificioso, e incluso esnob, delegar en otra la traducción al castellano, una lengua que conozco tanto y que aprecio tanto como el asturiano.
Me parecería artificioso, e incluso esnob, delegar en otra la traducción al castellano, una lengua que conozco tanto y que aprecio tanto como el asturiano.
Termino con un agradecimiento a la redacción de La Linterna del Traductor por darme la ocasión de exponer en estas páginas mi punto de vista sobre esas dos hermanas mellizas que son, en mi opinión, la escritura y la traducción. Comenzaba este artículo con la visión de la traducción que ofrece Amara Lakhous a través de uno de sus personajes literarios y quiero rematarlo citando a la novelista y poeta italiana Patrizia Cavalli, recientemente fallecida, que decía que traducir «supone un esfuerzo espantoso: hay que atravesar el infierno del artificio para conquistar la apariencia de la naturalidad». Eso, la conquista de la naturalidad, es posiblemente una de las piedras angulares de este y de otros oficios que tienen su razón de ser en la palabra, una materia prima preciosa y renovable.
Francisco Álvarez González
Francisco Álvarez González (Gijón/Xixón, 1970) es periodista, escritor y traductor literario de italiano. Trabajó durante veinte años en el diario gijonés El Comercio y es autor de una docena de libros de ficción y de no ficción, en asturiano y en castellano. Ganó el Premiu de Novela Xosefa Xovellanos, el más relevante de la narrativa en lengua asturiana, con Lluvia d’agostu (Hoja de Lata, 2016), que fue publicada posteriormente en castellano como Lluvia de agosto (Hoja de Lata, 2017) y en alemán como Durruti, die neu Welt in unseren Herzen (Bahoe Books, 2019); en breve se editará en griego. Con su segunda novela, Los xardinos de la lluna (Trabe, 2020), logró de nuevo el Xosefa Xovellanos. Ha traducido al castellano una docena de libros de Amara Lakhous, Marcello Fois y Alberto Prunetti, entre otros autores. Acaba de publicar el volumen de cuentos en castellano Cabeza alta (Hoja de Lata, 2022).