Muchas de las personas que en el mundo hispánico dedican sus afanes a la traducción estarán de acuerdo conmigo si digo que para traducir bien no solo deben conocer la lengua y la cultura de partida y de llegada, sino que a los problemas que esa trasformación les plantea han de añadir otros muchos, derivados de la forma que el mensaje original debe adquirir en esta segunda lengua.
Si hablamos de un arquitecto o un ingeniero, nos referimos normalmente a profesionales cuya autonomía es conocida , de forma que para realizar su trabajo no dependen de lo que al respecto opine una institución, como a menudo pasa con los traductores e intérpretes y en general con los correctores, escritores, periodistas, etcétera. Estos, en efecto, incluso los muy bien formados, se ven obligados, por la índole de la materia que amasan, a consultar lo que al respecto dice la Real Academia Española, de cuyos criterios todos dependemos a la postre.
Desde antiguo (casi trescientos años) hemos dispuesto de una institución denominada Real Academia Española; de un diccionario conocido como de autoridades (1726-1739); de un diccionario derivado de este con 22 ediciones desde 1780 hasta el 2001; de un tratado de ortografía que desde 1741 hasta el momento presente ha publicado un total de 55 ediciones; de una gramática con varias ediciones desde 1771 hasta 1969; de un esbozo de nueva gramática (1973); de diccionarios varios , como el manual e ilustrado, el panhispánico de dudas, el escolar, el del estudiante y el esencial, y de alguna que otra cosilla como las nuevas normas de prosodia y ortografía editadas en los años cincuenta del siglo pasado. Pues bien, después de los trescientos años, que se cumplen en el 2013, de contar con una institución y con tantos trabajos que de ella se derivan, casi todos normativos, la situación del traductor y del corrector a la hora de tratar de clarificar sus dudas es penosa. A lo largo de todos esos años, los traductores y demás usuarios profesionales de la lengua se han visto pillados en las trampas derivadas de un comportamiento poco riguroso y de un trabajo deslavazado y desprovisto en general de seriedad científica. A estas alturas de la historia disponemos de un diccionario insatisfactorio y de una ortografía en estado de precariedad permanente, y en los momentos actuales seguimos sin una gramática, por cuanto la que está aún oficialmente en vigor tiene más de sesenta años, y la que se nos ofrecía para este año del 2008, nuevecita a estrenar, aún no se sabe cuándo aparecerá. Esta situación les importa poco, si es que algo les importa, a los arquitectos e ingenieros, así como a tantos otros profesionales, pero no es el caso de los traductores y correctores, entre otros especialistas, para los cuales todo lo relacionado con la Academia Española y sus productos adquiere enorme importancia. Se reconozca o no, dependemos claramente de la Academia, de sus decisiones, de sus normas. No nos preocupa lo que haga cualquier otra institución del país o internacional, por importante que sea (aunque hay alguna excepción), pero si la Academia Española anuncia que va a suprimir una tilde de una palabra, es muy probable que ello se convierta en una noticia importantísima e incluso dé la vuelta al mundo.
La situación adquiere tintes algo kafkianos si consideramos que ninguna ley española, actual o pasada, obliga a los escribientes a utilizar una determinada grafía para una palabra o para todas las palabras. Sin embargo, todos seguimos las normas académicas para comunicarnos con los demás mediante la escritura. Al hacerlo así, naturalmente, aceptamos implícitamente a la Academia y sus normas, aunque al aplicarlas nos rebelemos y manifestemos nuestro desacuerdo. Desacuerdo que generalmente se queda anidado en nuestro fuero interno, que exponemos muy raramente y que en contadas ocasiones llega a la Academia, que es la madre del cordero. En múltiples ocasiones el profesional de la traducción o la corrección debe hacer de su capa un sayo y tirar por la calle de en medio, pero eso tiene un coste, por cuanto ambos son dependientes de quienes les encargan los trabajos y tratan de imponer sus propias reglas. Esto da lugar a una serie de desencuentros de los que suelen salir perdedores el traductor o el corrector, a quienes a veces se les imponen unas reglas con las que están en radical desacuerdo , pero que deben aceptar y aplicar según los deseos y los puntos de vista de quien encarga y paga el trabajo. Por supuesto, la Academia nunca se ha dado por aludida ante la existencia de estos probleas. Más bien podríamos decir que pasa hierática por delante de nuestras puertas, como si con ella no fuera la cosa. Y transcurren los años y ella sigue ahí, cabeza enhiesta, como si todo lo que hace lo hiciera bien.
En mi opinión, expresada ya varias veces, la Academia debería tratar de introducir cierto orden en las obras que publica, ya que ello redundaría en beneficio de aquellos profesionales de la escritura que siguen sus normas de grado o por fuerza. Desde este punto de vista debería dedicar todos sus afanes a tres de sus obras que para nosotros son capitales: la Ortografía, la Gramática y el Diccionario, las tres únicas obras que deberían ser normativas. Como no es probable que las tres se actualicen y reediten al mismo tiempo en cada ocasión, es necesario aceptar cierto grado de desfase entre ellas, pero reducido al mínimo. De momento, me limito a exponer algunos problemas derivados de la falta de unificación de las tres obras fundamentales mencionadas.
1. Palabras biacentuales. La última edición de la ortografía académica es la publicada en 1999. En 1998, en Barcelona, Lázaro Carreter anunció por primera vez la publicación de la nueva ortografía para un par de meses después, que se convirtieron en un año. La expectación entre los interesados era notable, pero pronto, una vez publicada, el interés se convirtió en desilusión. La nueva ortografía no resolvía los problemas que desde tiempo antes se arrastraban y más bien creaba otros nuevos.
Entre los problemas que la ortografía arrastra están las palabras biacentuales, aquellas parejas de voces (incluso las hay triacentuales, como bue, bué o búe) que pueden tildarse de dos formas sin que varíe su estructura general, como amoniaco o amoníaco, bálano o balano, cantiga o cántiga, demonomancia o demonomancía, etcétera. Entre estas palabras está orgía u orgia, como figura aún en el Diccionario, pero el dpd05 dice que en la actualidad se usa exclusivamente orgía. Lo que no dice es si orgia desaparece del drae o sigue ocupando un lugar en él. Algunas voces biacentuales tienen funciones distintas. Por ejemplo, las hay que son verdaderamente indiferentes, como amoníaco o amoniaco, austríaco o austriaco, en las que se puede elegir una u otra pronunciación, pero esta no depende de la grafía, sino de lo que acostumbre el usuario. De esta manera, si quien pronuncia austríaco ve escrito austriaco, es lo más seguro que pronunciará austríaco en cualquier caso, como pronunciará comío y soldao quien este acostumbrado a pronunciar así las palabras terminadas en -ido o en -ado. Sin embargo, hay otras palabras biacentuales que no se prestarán a esta peculiaridad. Por ejemplo, atmósfera y atmosfera, donde un peninsular leerá atmósfera y un latinoamericano leerá atmosfera. Y, por último, una palabra como fútbol o futbol no es indiferente, ya que en España y algunas regiones de Latinoamérica se pronuncia llana, fútbol, mientras que en México y el área centroamericana se pronuncia futbol, sin que, en general, haya mezcolanza entre ambas formas en cada lugar (es decir, que normalmente en México no pronunciarán fútbol, de la misma manera que en España no se pronuncia futbol). Por consiguiente, en este caso es conveniente que ambas grafías entren en el drae como lemas diferentes, como sinónimos, pero con marca de alcance geográfico en cada caso, puesto que su uso y pronunciación no son indiferentes.
La costumbre de registrar dos acentuaciones para una palabra viene ya del Diccionario de autoridades, que al registrar pabilo dice que se pronuncia «breve o larga promiscuamente». Esta costumbre, que podríamos calificar de «fea», se acentuó a partir de los años cincuenta del siglo pasado, ya que Julio Casares, secretario perpetuo de la Academia, no era contrario al registro de cada vez más palabras biacentuales, y actualmente hay una cantidad indeterminada que debe de rondar las doscientas sesenta. De hecho, en este momento, de las que registra el drae01 algunas no permanecerán, pero por su lado el dpd05 admite palabras biacentuales que no están registradas en el drae. Se produce, pues, una situación incómoda, por cuanto hay que consultar más de una obra de las que la Academia nos ha regalado últimamente, todas normativas.
2. Palabras que se pueden escribir en un solo término o en varios. Entre los problemas que arrastra la ortografía no es pequeño el que se refiere a las palabras que, sin variar de sentido, se pueden escribir en un solo término o en más de uno. Después de establecida la normatividad de las llamadas nuevas normas de prosodia y ortografía, que entraron en vigor en 1959, Rosenblat decía que no podían ser más escasas las innovaciones académicas en esta materia. Se refería al hecho de que la Academia había dejado sin variación el número de sintagmas que podían escribirse también en un solo término. En las ediciones subsiguientes de sus obras la Academia no movió un dedo en el sentido que pedía Rosenblat. Hubo que esperar al 2005, con la edición del dpd, para que la Academia diera un paso adelante respecto a esta cuestión. Así, entre otras, admitió las formas unitarias siguientes: altamar, arcoíris, bocabajo, bocarriba, cielorraso, guardiacivil, medioambiente, pavorreal, puercoespín, viacrucis. Algunas de ellas (como pavorreal) son más propias de Latinoamérica que de España, pero aquí nos afecta especialmente guardiacivil, que no imagino escrita por muchos (ni por la propia Guardia Civil, nombre de la institución que no tiene alternancia con Guardiacivil).
3. La tilde en los topónimos. Por razones de tradición, en español se conserva la costumbre de adaptar la grafía y pronunciación españolas de los topónimos extranjeros cuando se prestan a ello. Sin embargo, por falta de una doctrina clara, la aplicación de esta norma es bastante dudosa. Algunas personas mantienen la teoría de que los topónimos extranjeros deben escribirse con la grafía que corresponda a su lengua original, pero en todas las lenguas europeas existen exónimos para designar topónimos de otras lenguas (no es, pues, como pretenden algunos, una peculiaridad de la lengua española). En el dpd05, la Academia españoliza muchos topónimos por el expediente de añadirles o suprimirles alguna tilde. No se trata aquí de debatir si el procedimiento es bueno o no. Podríamos aceptar que es bueno, pero entonces nos falta pedir que se haga con coherencia, y esta no se da en muchos casos, como veremos seguidamente. En la fuente antes citada, la Academia registra Mánchester y Míchigan, pero no Mádison. Admite Indianápolis, pero no Annápolis ni Minneápolis (estas, con nn o solo n). Tampoco recoge Lánsing, capital de Míchigan, ni Denver, que, conforme con estos criterios, debería tildarse: Dénver. Registra Oregón, pero no Vérmont. Acepta Búfalo (incluso con adaptación, del inglés Buffalo), pero Washington, que entraría tal cual más la tilde (Wáshington), no tiene tratamiento en el dpd05. Admite Kosovo o Kósovo, pero no Prístina o Pristina. Tampoco Sofía (la capital de Bulgaria). Dice la Academia, en la página xxi de esta obra, que respeta la grafía de ciertas formas que ya están asentadas en el uso, y por eso no tilda Washington. Sin embargo, Manchester y Michigan, entre otras, ya estaban asentadas en el uso sin tilde, y la Academia se la añade. ¿Qué tradición puede aducirse para la admisión de Búfalo, si por su escasa utilización en español no era problema para nadie? Me parece que el criterio es débil y rebatible. ¿Y qué haremos con Ohío? Quienes saben inglés pronuncian Ojayo (poco más o menos), pero el grueso del público suele pronunciar Ohío. Tal vez, en este caso, lo mejor sea escribir Ohio y encomendarse a Dios para su pronunciación por los usuarios que no sepan inglés.
A los topónimos no admitidos en el dpd05 mencionados en el párrafo anterior podemos añadir los que siguen. Ammán (capital de Jordania) no tiene lugar en esa obra, y, sin embargo, es nombre complejo, ya que permitiría también la grafía Amán. No admite la tilde en Leicester, Bristol, Norfolk, Oxford, Suffolk, Surrey, pese a haber aceptado Sídney. No recoge Bissáu ni Guinea-Bissáu, pero sí Brunéi. Tampoco registra Órcadas u Orcadas (preferible la primera forma), ni Leipzig y Weimar. No admite Múnster (del alemán Münster) ni Lúbeck (del alemán Lübeck), pese a haber aceptado Múnich (del alemán München) y Zúrich (del alemán Zürich). Escribe Honolulú o Honolulu (menos usada la primera forma, pero tal vez preferible en español; la h se aspira en ambas).
4. Discrepancias entre las fuentes toponímicas oficiales. En materia de toponimia, las fuentes más recientes de la Academia son la ole99 y el dpd05. Las discrepancias entre ambas son más que notables. Destacamos las siguientes (las formas situadas en primer lugar corresponden a la ole99, y las situadas en segundo lugar, tras la y, al dpd05): Abu Dhabi y Abu Dabi; Abuja y Abuya; Achkabad y Asjabad; Addis Abeba y Adís Abeba; Amsterdam y Ámsterdam; Bangladesh y Bangladés; Belarús y Bielorrusia; Belmopan y Belmopán; Bhután y Bután; Bujumbura y Buyumbura; Dushambé y Dusambé; Kazajstán y Kazajistán; Leshoto y Lesoto; Lilongwe y Lilongüe; Malawi y Malaui o Malawi; Múnich o Munich y Múnich; Roterdam y Róterdam; Sanaa y Saná; Tashkent y Taskent; Ulan Bator y Ulán Bator; Vientiane y Vientián; Núremberg, Nuremberg o Nuremberga y Núremberg. Como puede apreciarse, las discrepancias son importantes entre ambas fuentes. Bien es cierto que, aun con sus puntos débiles, es más fiable, por su seriedad, el dpd05 que la ole99, cuyo trabajo es más deslavazado y desordenado.
5. Otros problemas. Uno de los méritos que tiene el dpd05 es haber afrontado la solución de algunos problemas que se arrastraban desde tiempos inmemoriales sin que nadie les diera solución. Por ejemplo, si se busca en dicha obra el plural de las palabras de origen latino terminadas en -t, como déficit, hábitat, superávit, se comprobará que, contrariando los viejos criterios de académicos instalados en la comodidad de la norma inamovible, ha decidido establecer su plural en las formas que añaden una s a los singulares: déficits, hábitats, superávits. Sin embargo, a las que acaban en -st, como karst, compost, trust, les niega el plural, sin razón alguna. Es cierto que en las formas karsts, composts, trusts parece que sobra una s, la última, precisamente la que indica el plural, pero no es así, ya que el lector no pronuncia todas las eses que aparecen al final de esas palabras cuando se usan en plural, de la misma manera que en general no pronuncia clara y plenamente comido, adorado, sino comío, adorao, con ligeras variantes según el hablante. Da la casualidad de que en la palabra chut sí admite la adición de la s: chuts. Pero sin duda, como en el caso anterior, el hablante tampoco pronunciará ese grupo consonántico ts.
Otro problema semejante es el del plural de las palabras, normalmente de origen latino, que acaban en -m. Da tres soluciones, según los casos: si la palabra tiene forma española, como memorando, no admite el plural memorándums, pero si la palabra no tiene forma en español, como médium o quórum, el plural se hace añadiendo la -s al final: médiums, quórums. En algunos casos las deja invariables en cuanto al plural: los currículum vítae, pero prefiere la forma española currículo.
Hay otros problemas que la Academia ni siquiera ha querido plantearse, pero que no por ello dejan de estar ahí. Por ejemplo, las formas de obtención de adjetivos derivados de nombres de personas, como shakespeariano, saussureano, byroniano, rousseauniano. ¿Cómo se han de escribir estos adjetivos? Tiene la Academia algún antecedente, como hegelianismo y hegeliano, de Hegel, por un lado, y freudiano, de Freud, por otro. De las dos primeras decía la Academia, en el drae92, que se aspiraba la h y tenía la g sonido suave, y de la segunda, que en ella el diptongo eu se pronuncia oi. Pues bien: en el drae01 tales avisos han desaparecido, por lo cual, teniendo en cuenta que en español se lee lo que se escribe, esas palabras deben pronunciarse tal como están escritas. ¿Es así en realidad? Tenemos ejemplos de derivación de la pronunciación, como sansimoniano (de Saint-Simon) y volteriano (de Voltaire), pero el comportamiento de la Academia en los últimos tiempos nos sume en el desconcierto. Los ejemplos con que abrimos este párrafo nos indican que sigue habiendo casos no resueltos. A estas alturas de la historia, tales problemas deberían estar ya solucionados, pero, como se ve, no solo no es así, sino que no se vislumbra el tiempo histórico en que la institución se decidirá a tomar el toro por los cuernos y resolverlos de una vez para siempre.
También debería plantearse la Academia la simplificación de voces que se pronuncian de una manera pero pueden escribirse de dos o más, como endibia y endivia, chabola y chavola, pajel y pagel, armonía y harmonía, etcétera.
6. La normatividad de la Academia. La Academia es normativa, es decir, sus publicaciones marcan el camino que los demás hemos de seguir en lo relativo a la escritura de nuestra lengua, tienen la autoridad de la institución que las emite. En otro tiempo, esto era fácilmente asumible. Las publicaciones de la Academia consistían en la Ortografía, la Gramática y el Diccionario. Con ello quedaban cubiertos todos los flancos del idioma y no era complicado acudir a cada una de esas fuentes para dilucidar los problemas que a su respecto surgieran. Pero he aquí que la Academia se ha hecho cada vez más compleja, y para que se cumplan aquellos fines ya no basta con la consulta de una sola fuente. Por ejemplo, en la actualidad, desde 1999 para acá, han surgido las siguientes obras académicas, todas normativas: la Ortografía de la lengua española (1999), el Diccionario de la lengua española (2001), el Diccionario panhispánico de dudas (2005), el Diccionario del estudiante (2005) y el Diccionario esencial de la lengua española (2006). ¿Cuál de estas obras está por encima de las demás? Uno se inclinaría a decir que en el campo de la ortografía, la Ortografía de la lengua española es la normativa. Sin embargo, el dpd05 contiene prácticamente toda la ortografía, y esta obra es más reciente y explícitamente normativa. ¿Qué hacemos? Por supuesto, uno se inclinaría a pensar que en el campo del léxico es el drae la fuente principal, pero el dpd05 por un lado y el Diccionario del estudiante y el Diccionario esencial de la lengua española por otro nos indican que algo está aquí de más, o el drae o los otros tres diccionarios. Tremendo, como se puede comprobar.
Este congreso lleva por título «La traducción en el próximo quinquenio». Me pregunto si un quinquenio será suficiente para arreglar todos los desaguisados que, como creo haber mostrado, nos rodean por todas partes. Creo que lo pertinente es ser pesimista.
Muchas gracias.
José Martínez de Sousa
Es tipógrafo, bibliólogo, ortógrafo y ortotipógrafo. Se inicia en la tipografía a los dieciséis años en Sevilla. Más adelante, ya en Barcelona, se dedica a la corrección tipográfica y a la realización técnica y edición en editoriales y periódicos, y contribuye con presentaciones y otros trabajos a diversas obras colectivas. A lo largo de su vida ha publicado veinticuatro libros y numerosos artículos. Participa asiduamente como ponente invitado en congresos y jornadas profesionales e imparte cursos y talleres de ortotipografía, corrección y revisión. Ha sido presidente de la Asociación Internacional de Bibliología y de la Asociación Española de Bibliología, de la que hoy es presidente de honor. Ha sido objeto de dos homenajes a su labor profesional: el primero, en el 2000, ofrecido por los miembros del foro Apuntes, y el segundo, en el 2007, por el Ateneo de Madrid.