«¿Y me va a cobrar usted cada vez que salga un de, por ejemplo?», pregunta atónito un cliente. El traductor suspira, cuenta hasta diez, contesta como puede, irritado. Se siente cuestionado, le parece absurdo tener que justificarse y al mismo tiempo no encuentra una respuesta suficientemente contundente como para desahogarse. Frustrado, accede a un foro o una revista profesional y busca la complicidad de los compañeros. ¿Cómo pueden preguntarle algo así?
Estas historias se repiten periódicamente cuando se trata con clientes ajenos al sector de la traducción. En países como España, por ejemplo, es habitual fijar una tarifa por palabra del texto fuente o el texto meta. Se multiplica el número total de palabras por la tarifa en cuestión y se obtiene el precio final, al margen de impuestos. Esta relación directa entre el número de palabras y el precio final induce a pensar que la tarifa remunera estrictamente lo que cuesta traducir cada palabra, un error que está muy extendido incluso entre profesionales que no se han parado a reflexionar detenidamente sobre el asunto.
El servicio que prestamos como traductores profesionales a un cliente para entregarle lo que necesita, es decir, una traducción correcta, funcional, ajustada en estilo a la finalidad del texto, etcétera, no se reduce a reemplazar las palabras de un idioma por las equivalentes de otro, sino que consiste en algo bastante más complejo. El traductor debe realizar toda una serie de tareas y debe aplicar diversas técnicas, como por ejemplo establecer una buena comunicación con el propio cliente para saber qué espera y qué necesita; investigar términos y conceptos; a menudo tiene que adentrarse en la materia objeto del texto con el fin de llegar a comprenderlo más allá de su tenor literal, y también ha de analizar las estructuras sintácticas y hallar una forma equivalente de plasmar todos esos contenidos materiales y formales en el idioma de destino, de manera que la traducción refleje fielmente el texto original en el código lingüístico y cultural de destino.
El hecho de que el precio del servicio se calcule tomando como referencia el número de palabras induce a pensar al cliente que paga simplemente por cada palabra que se usa en el texto, como si pudiesen sustituirse unas por otras mecánicamente. Por ello le choca que traducir un sustantivo enigmático, como enfiteusis, le cueste lo mismo que la traducción de una simple preposición como de, que además se repite mucho y siempre se cobra íntegramente. Pero el pago por palabra solo representa un método de cálculo del coste de un servicio más complejo, que es la prestación que de verdad se retribuye.
En última instancia, para un mismo traductor, cada trabajo concreto —con sus características específicas—debería tener un precio determinado que no variase en función de la forma de calcularlo. Es decir, aunque se prescindiese de computar «las palabras que se repiten» o que son «sencillas», el precio final debería ser el mismo que si se computasen, porque este remunera un servicio complejo, con una serie de costes por parte de quien lo presta y unos contenidos determinados, y no cada palabra individual, aunque se use su número para calcular el precio. Por tanto, si se excluyesen del cómputo ciertas palabras, como el precio final no debe variar en función del sistema de cálculo, el profesional estaría obligado a aumentar automáticamente el precio por palabra computada.
Es importante comprender que el cliente remunera un conjunto de tareas, cuyo resultado final es la traducción. El cálculo del precio en función del número de palabras constituye tan solo uno de los muchos métodos posibles y no significa que se estén comprando las palabras sueltas, como si fuesen manzanas, sino que se utiliza su número por tratarse de una técnica cómoda. También se podría calcular el precio por tiempo, o incluso con fórmulas que tuviesen en cuenta varios factores a la vez. En resumen, es importante comprender que no cobramos el precio de un«estuche de palabras», sino unos honorarios que remuneran un servicio profesional complejo.
Una vez asimilada esta reflexión por parte del profesional, cabe preguntarse si no sería más práctico presentar un presupuesto cerrado cuando se trata con clientes ajenos al sector. Al fin y al cabo, ellos no tienen interés en conocer los entresijos organizativos y contables del traductor, sino el precio final de su traducción.
Artículo elaborado en origen para el Boletín Conalti (Asociación Civil Colegio Nacional de Traductores e Intérpretes) de Venezuela (especial sobre tarifas en prensa)