Los pasados 22, 23 y 24 de abril tuvo lugar en Córdoba el encuentro anual de Asetrad, el cual estuvo rodeado de múltiples actividades formativas y de ocio y en el que los socios pudieron conocerse, reencontrarse, establecer nuevos contactos y, sobre todo, disfrutar del buen clima y la excelente gastronomía de una ciudad que se engalana en primavera. Al igual que en Santiago, la actividad previa a la asamblea puso el acento en el arte culinario y en la elaboración y cata de un producto autóctono, el aceite de oliva.
En una ocasión, el propietario de La Favela, un establecimiento de comida fusión con sabor cordobés y técnica contemporánea que desgraciadamente cerró sus puertas, me explicó que cada bocado del cochinillo con crema ácida avainillada que me disponía a degustar era producto de un proceso de cocción de 24 horas. El artista del fogón aparecía cada hora por la cocina para comprobar que la transformación de la exquisitez se producía según lo previsto. Como ya lo sabía, cuando me pusieron el plato delante intenté rendirle la pleitesía de una lentitud inusual en mí como comensal. Pese a mi esfuerzo, no pude evitar que el tiempo corriera demasiado rápido y que lo excelente me supiera a poco. Les confieso que todavía me descubro escribiendo cartas mentales de morriña pidiendo perdón al manjar por no haberme detenido más en su deleite; es justo lo que me ocurre con el pasado encuentro anual de Asetrad que, por la calidad profesional y humana de la que disfruté, sigo extrañando cada bocado.
Reconozco que, antes de aceptar el encargo, tuve que deshacer los nudos de estas reservas a golpe de metafísica y mucho meditar con la almohada.
Pueden pensar, no sin razón, que como miembro del comando Córdoba que propuso la celebración del encuentro en su propia tierra, esta reseña no me correspondería redactarla a mí. A eso añado que en un número de La Linterna dedicado a la gastronomía, una Bridget Jones de la cocina como es quien les escribe, tendría poco que decir. Reconozco que, antes de aceptar el encargo, tuve que deshacer los nudos de estas reservas a golpe de metafísica y mucho meditar con la almohada. Finalmente, acepté la empresa con placer y sin remilgos por varias razones que me fueron apareciendo como notas de sabor tras el primer trago de la duda: la primera de ellas es que, al pertenecer al comité local, he estado paseándome como colaboradora por las bambalinas de ese restaurante Michelin que representan las vocalías de Asetrad, en las que se trabaja a ritmo frenético de cara a un acontecimiento de este tipo. Piensen en la envergadura del festín (actividades formativas y extraordinarias, asamblea, logística y comidas) y en los tiempos de preparación desde Santiago hasta Córdoba. Sumen el aterrizaje en tiempo récord de los nuevos vocales de comunicación y formación, la recién estrenada presidencia, la coordinación con los socios locales y con la universidad y la gestión de todo esto a kilómetros de la ciudad califal en plena temporada alta de turismo. Imaginen a todos los cocineros del Can Roca moviéndose entre cacerolas y hornos o emplatando sobre puntas de ballet para acoger a 150 personas. Exactamente esa es la visión que yo tengo del backstage de la junta de Asetrad preparando con mimo una asamblea y por eso les animo a que, si les gustó el menú, no duden en felicitar a los chefs, se lo merecen.
Una sublime intervención de la asetradera y profesora de la Universidad de Córdoba
Martha Gaustad.
En segundo lugar, me decidí a escribir porque soy la cordobesa más extranjera en su propia tierra que puedan conocer y me veo en la obligación de dar las gracias a todos los presentes por ayudarme a redescubrir Córdoba y amortiguar mi conflicto freudiano con la madre patria. Desde el viernes que arrancó el encuentro no dejé de sorprenderme con la belleza que me rodea y por la cantidad de conocimientos nuevos que he adquirido. Comenzó la jornada formativa del 22 con una sublime intervención de la asetradera y profesora de la Universidad de Córdoba Martha Gaustad que nos deleitó con su exposición «¿Qué se cuece? Buenos ingredientes para la traducción gastronómica». Martha no es solo es una excelente oradora, divertida, elocuente y clara en su exposición, sino que en su taller de traducción cada palabra vale su peso en trufa blanca. En su abundante menú, que dio para un seminario en línea posterior, fundió la poética de la traducción literaria, la persuasión de la publicitaria y la exhaustividad terminológica de la traducción agroalimentaria. El traductor culinario debe profundizar en los orígenes, preparación y presentación de los ingredientes y, por supuesto, las expectativas de mecenas y comensales, en una suerte de compleja lealtad bidireccional a lo Nord. La abstracción de la cocina de autor, donde hay que observar en vivo el plato para decodificar el sentido, y lo atávico de la tradicional española convierten los menús en compendios de haikus de mediación intercultural de difícil traducción al inglés. Asimismo, todo ello puede ir espolvoreado con una puesta en escena comunicativa de múltiples posibilidades en la que camarero y cliente, aun interaccionando en una lengua común, suelen no hablar el mismo idioma.
Su aroma intenso me trajo, a ráfagas, estampas de colas de jornaleros subiendo a
furgonetas en el centro del pueblo, rumbo a olivares interminables.
Posteriormente llegó el turno de mi paisano José Manuel Bajo Prados, jefe del panel de catadores del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Baena, que en clave de humor y de forma muy dinámica nos introdujo en el análisis sensorial del aceite de oliva. Sí, nací en ese mismo pueblo de la campiña y no, nunca había realizado una cata en términos profesionales de este producto, clave de la gastronomía cordobesa. Lo único que me diferenciaba del resto de mis compañeros que, entre risas y miradas concentradas, intentaban seguir el taller para conocer los atributos positivos y negativos del aceite de oliva virgen, fueron los recuerdos personales que me evocaron los distintos aromas; el del refrito de tasca barata donde cualquier cordobés no se dignaría a hincar el diente al flamenquín, aun sin saber que está realizando una valoración organoléptica, pasando por el olor fuerte de los últimos días de verano del alpechín azabache de los pueblos oleícolas y finalizando con el frescor del aceite virgen extra, ese que baña ensaladas y refuerza el sabor de un buen salmorejo, el que puede beberse a grandes sorbos o empapar rebanadas de pan de pueblo, el verdadero oro líquido. Inmediatamente, su aroma intenso me trajo, a ráfagas, estampas de colas de jornaleros subiendo a furgonetas en el centro del pueblo, rumbo a olivares interminables donde la aceituna se varea y se recoge a base de gran esfuerzo físico, donde se trabaja de sol a sol y un día de lluvia en el invierno representa una tragedia para la economía familiar; los agricultores cordobeses devoran joyos de aceite, los mismos que forman parte del desayuno molinero a base de naranja, miel, aceitunas y bacalao desmigao o de la merienda de los niños de los 80, con azúcar, sal o turrolate dela Subbética. La campiña es un mar verde que ondula en colinas, de savia dorada o verdosa, picual u hojiblanca, que degustamos ensimismados en el aula VI de la Facultad de Filosofía y Letras.
La jornada maratoniana continuó con otra experiencia nueva para mí, la yeguada en la finca El Carmen, lugar del que, pese a vivir en la capital, ni siquiera conocía la existencia. Se sitúa muy cerca del complejo monumental Medina Azahara, con impresionantes vistas a la sierra de Córdoba. El paraje se llenó de traductores ávidos de conocimiento que deseaban beberse toda la terminología relacionada con el cuidado, cría, doma y aparejos del pura raza español. Al caer el sol disfrutábamos de nuestro medio (una copa de Montilla y Moriles en «cordobés») degustando tapas frías y calientes al tiempo que nos reconocíamos, nos presentábamos y desvirtualizábamos a la luz de la luna en mitad de una nada tan hermosa.
Me declaro voyeuse del traductor forastero que llega al séptimo cielo con un bocado de buñuelo de berenjena regado con miel de caña.
Y he aquí la tercera razón por la que una miembro del comando Córdoba, un tanto descastada, tiene la patente de hacer una crónica del encuentro asetradero en su tierra: me declaro voyeuse del traductor forastero que llega al séptimo cielo con un bocado de buñuelo de berenjena regado con miel de caña, que descubre entusiasmado el sabor agridulce de la mazamorra, la cremosidad de las croquetas de rabo de toro o la contundencia del pastel cordobés maridado con una o varias copas de Pedro Ximénez. También me apasiona el que busca photocalls de geranios como si fueran especies florales en peligro de extinción, escucha el susurro del agua junto a la muralla, acaricia los sillares de la Mezquita para hablar con Alhakén II o abraza un naranjo bañado por el sol. Cuando uno tiene la belleza tan cerca la mira, pero no la ve por falta de perspectiva. Como visitantes, mis favoritos son los traductores de «Despeñaperros para arriba» puesto que dedican una oda a mi cotidianidad; para ellos todo es admirable, exótico y digno de búsquedas interminables en Google (y de miles de porqués). Gracias por vuestra generosidad, chicos. Se me pone una sonrisa de oreja a oreja cada vez que os recuerdo paseando por la Judería.
Creo que, precisamente, ese placer que causa el disfrute ajeno es la ambrosía que debe libar diariamente Esmeralda Azkarate-Gaztelu en su Teatro Accesible, en el que ejerce de bisagra entre el espectador y el arte a través de la audiodescripción o el subtitulado. Su emotiva y flamante conferencia dio el pistoletazo de salida al Día del Libro en el que se celebró la asamblea de Asetrad y en el que también tuvo lugar una interesantísima y divertida mesa redonda sobre la traducción literaria a cargo de Antonio Rivero, Sergio España, David Martínez y Manuel de los Reyes.
No quiero finalizar esta minirreseña sin mencionar el intercambio de libros entre socios, la actividad tradurunner, la traduzen, la cena de gala en el céntrico hotel Alfaros y la visita turística del 24 de abril. Un menú tan rico y variado que no dejó a nadie indiferente y al que, como declaré al principio, «sigo enviando cartas mentales de morriña pidiendo perdón por no haberme detenido más en su deleite».
¡A por el próximo banquete, asetraderos! Reitero mi enhorabuena a los organizadores y agradezco encarecidamente los buenos ratos pasados a todos con los que compartí mesa y mantel. ¡Hasta pronto!
(Crónica dedicada a Idoia Echenique, mi bella Hemingway del Sur)
María Luisa Rodríguez Muñoz
Es licenciada en Traducción e Interpretación por la Universidad de Granada y doctora por la Universidad de Córdoba, traductora-intérprete jurada y experta en Derecho de Extranjería. Ha trabajado en el SAV de la Alhambra de Granada (2002-2003), en la Delegación de Igualdad de Córdoba (2004) y en la sala de exposiciones del Museo Episcopal de Málaga (2005-2006). Realizó prácticas en la Subdelegación de Málaga (2003) y en la DGT de la CE en Luxemburgo (2003-2004). Obtuvo una beca de dos años en la Consejería de Turismo de la Junta de Andalucía (2006-2008). Ha ejercido como traductora autónoma de textos jurídicos, financieros, institucionales y turísticos. Comenzó su labor docente en 2008 en la UPO de Sevilla y, posteriormente, en 2009, la continuó en la Universidad de Córdoba, donde trabaja en la actualidad. Sus principales líneas de investigación son: traducción turística y museística, traducción y cultura, traducción de literatura hispanoamericana y traducción jurídico-económica.