Se aprecia en los últimos tiempos una lucha encarnizada en los hilos de las redes sociales y en los cruces de artículos de bitácoras y publicaciones varias entre partidarios y detractores de eso que llaman «visibilidad» del traductor. Y, claro: yo me enciendo. Me enciendo y escribo. A nadie se le escapa ya la problemática que sufren los componentes de cualquier colectivo vinculado a la cultura en España, dedicado a una profesión que tenga que ver con lo creativo. Los gobiernos conservadores y la pertinaz crisis que nos ha atravesado y de la que muchos no nos hemos recuperado aún no han hecho más que empeorar esta situación que ya se ha vuelto endémica y de la que posiblemente no haya retorno. La falta de respeto por la creación, la idea de que cualquier producto cultural ha de ser gratis para uso y disfrute de la generalidad se ha convertido en un nuevo opio del pueblo que los gobernantes aprovechan para mantener a las masas tranquilas. Si el legítimo propietario de un contenido cultural no protesta, que el pueblo siga comiendo brioche.
Quise ser traductora antes de cumplir los diez. Traduzco desde que me licencié, a los veintidós, y tardé mucho, mucho, mucho, en conseguir mi primer encargo de traducción literaria y, cumplido ese, el segundo e incluso el tercero. A partir del cuarto hubo continuidad. Esto sucedió hace sólo seis o siete años. De carrera profesional he cumplido ya los treinta. Empecé fuerte (El canon del ensayo, de Harold Bloom), con una editorial seria (Páginas de Espuma) y con mi nombre en la cubierta. Otros no tienen tanta suerte. Cobré religiosamente y se me consultaron todos los cambios, correcciones y sugerencias al texto. Práctica en la que, por desgracia y paradójicamente, en estos últimos seis o siete años se han relajado muchas editoriales.
En el gremio de la traducción parece haberse abierto una brecha entre dos bandos, los que quieren que se cite su nombre en cubiertas y reseñas y los que prefieren cobrar como Dios manda.
¿Por qué resulta tan complicado hacer las cosas bien? La crisis económica ha supuesto un receso inevitable en el ámbito material, de acuerdo. Pero una cosa es que los pagos se retrasen, y otra que muchos pescadores se refugien en el río revuelto y hagan de su capa un sayo. Y en el gremio de la traducción parece haberse abierto una brecha entre dos bandos, los que quieren que se cite su nombre en cubiertas y reseñas y los que prefieren cobrar como Dios manda. Y mi pregunta, y la de tantos otros, es siempre la misma: ¿por qué tengo que conformarme con una de las dos? Detrás de esto hay varias bestias negras, no una sola. En la era del llamado triunfracaso y el mileurismo es fácil embaucar a un novato con el laurel y el oropel, darle una traducción troceada (que repartirá con otros dos o tres) y pagarle una tarifa de vergüenza. Y si puedo pagar menos por tener lo que quiero, ¿por qué voy a pagar más? Por desgracia, hay veces que los novatos lo hacen bien. Por desgracia, digo, porque con ello el problema se perpetúa para todos, empezando por los propios traductores. Otras da igual como lo hagan: el libro sale en fecha y de cualquier manera y nadie protesta. Ni el traductor, ni la editorial, ni los lectores.
Pero no es tan fácil como parece trazar la línea que divide los dos bandos. Si la trazamos por generaciones, tendremos individuos de una misma generación en ambos bandos. Si la trazamos por extracción sociocultural… sucede lo mismo. Hay traductores que llevan muchos años en la brecha y a los que no les gustan las redes sociales. De estos, unos las transigen y las aceptan como mal menor, o ni siquiera las utilizan. Otros las demonizan. Entre estos últimos, el sector más radical trata de convencer a la humanidad entera de que quienes las aprovechan son lo más depravado del planeta traductor. Gente sin escrúpulos, exhibicionista y obscena que sale «ahí» a tender la ropa a la vista de todos. Volvemos a la casilla de salida. Hay que defender nuestros derechos, pero no de cualquier manera: si somos buenos ya salimos en la prensa de toda la vida, en la de papel, que para eso publicamos con editoriales grandes y asentadas. Y ahí nos citan, y si no nos citan escribimos una carta al periódico. Pero haber publicado una traducción con una editorial pequeña, independiente, en ocasiones nueva o poco conocida (que cumple religiosamente los contratos y sus obligaciones con los traductores y encima los trata bien) que pone nuestro nombre en la cubierta y plantarlo en tu perfil de Facebook como si fuera la paella de agosto pasado en La Manga del Mar Menor… eso es exhibicionista. Que uno tenga un perfil de Facebook, una página web o una bitácora a los que da un uso (mayoritariamente) profesional se considera poco menos que cosa del demonio.
Poner tus logros en una red social es una obscenidad incomprensible en un mundo que ha de regirse por el rigor y la honestidad.
En resumen: si has sido investido por la gracia de Dios para publicar con una editorial de primera línea tu traducción y por ello sales en el suplemento cultural de turno, bien para ti. Si no, te aguantas. Nadie tiene por qué ver tus trapos colgados a secar. Poner tus logros en una red social es una obscenidad incomprensible en un mundo que ha de regirse por el rigor y la honestidad (sí, la honestidad: una de las palabras que últimamente sufren la ira de los puristas en Planeta Traductor).
Otra línea que separa a los dignos de los que no lo son es la procedencia profesional. Un colega mío lo llama «los cortijos». El ser humano es gregario por naturaleza, y le resulta difícil actuar en solitario. En el mundo de la traducción es especialmente complicado, aunque no sea imposible. Las redes de contactos tradicionales funcionan bien, efectivamente, como en cualquier actividad profesional. Pero el mundo se mueve muy aprisa, nos guste o no: hay que estar en la red para que un editor te localice, hay que poner las cubiertas de tus libros para que vean cuántas traducciones haces y qué bien, y sí, a veces hay que poner la foto de la paella para que el resto de la humanidad vea que eres de carne y hueso como ellos y haces otras cosas, más mundanas, además de trabajar en un supuesto Olimpo. Salvo que un perfil sea estrictamente profesional (que sólo me parece posible en casos en que el usuario es ya muy conocido o está asentado) no es posible mantener totalmente estancos los dos negociados: qué se pone en un lado y qué en el otro es algo que forma parte de la llamada netiqueta y del sentido común. Para muchos de nosotros, esta es la única manera de darnos a conocer. Que nuestro nombre aparezca en una cubierta asociado a un trabajo, a una editorial, a un autor, contribuye a difundirlo, a asentarlo, y no sólo nos beneficia a escala individual: citar al traductor es una práctica que, si se hace habitual, da brillo a la profesión y a la industria. Una industria en la que, dicho sea de paso, hemos sido un agente decisivo para que no se hundiera en los peores momentos de la recesión, dado que entre el 20 y el 25 % de los libros publicados en España son traducciones. Pero el enemigo está en casa, critica estas iniciativas con el único afán de perpetuar sólo un puñado de nombres (el de un puñado de profesionales) y de excluir a los que van llegando.
Y como uno siempre cree es el más desgraciado en lo suyo, yo rompo una lanza a favor de los que no están en un lado ni en otro. Los traductores con pedigrí, los que ya tienen edad, fama y caché, no necesitan las redes sociales: muchos no necesitan reclamar que se les cite, porque va de suyo. Los traductores jóvenes tienen en muchos casos el respaldo de su universidad, de sus profesores —que en muchos casos hacen de mentores— y tienen acceso a una formación más amplia y sólida que la que tuvimos muchos de mi generación, y más oportunidades. ¿Se supone entonces que como no empecé a publicar traducciones a finales de los setenta (tenía menos de 15 años) ni soy alumna de una facultad de traducción, ahora tengo que dedicarme a otra cosa y tirar por la borda treinta años de oficio?
Decidí crear una cuenta en redes sociales que se llama @credítame y una etiqueta, #citaaltraductor.
Como no soy de los que se rinden al primer tropiezo, no hace mucho decidí crear una cuenta en redes sociales que se llama @credítame y una etiqueta, #citaaltraductor, que están teniendo un éxito enorme. La idea surgió hace unos meses, cuando se publicó una reseña de una traducción mía a doble página en un medio nacional, de gran tirada en papel, y no se me citaba ni en la ficha como autora de la traducción. El artículo era espléndido, pero reproducía largos párrafos de la obra sin citarme. Inmediatamente comuniqué mi plan a Carlos Fortea, presidente de ACE Traductores, y a Magdalena Vinent, directora de CEDRO, que me puso en contacto con Carmen Cuartero, responsable de comunicación. Gracias a ella articulamos una modesta campaña que arrancó con un logotipo, un lema, y una cuenta en Twitter y otra en Facebook: esta última superó los quinientos seguidores la mañana en que la abrimos, y a fecha de hoy no se ha dejado de utilizar. Cualquier usuario de esos canales puede expresar en ellas su agradecimiento por ser citado o su enfado por no serlo. Muchos medios de comunicación se han hecho eco de la campaña: Eva Orúe y el programa de radio Hoy empieza todo nos han entrevistado para preguntarnos su razón de ser y cómo funciona. Está claro que había un vacío ahí que no nos permitía defender un derecho legítimo y reivindicarlo dentro de unos límites formales coherentes y elegantes, de manera rápida y eficaz y con inversión cero. Por desgracia, en los últimos tiempos y después de mucha pelea, los medios de comunicación están relajando una costumbre que ya habían empezado a adquirir aduciendo falta de espacio: el nombre del traductor no cabe en las fichas. Añadimos además que la actividad periodística, en estos tiempos de rebajas, se lleva a cabo apresuradamente, con pocos medios y no siempre con la dosis de profesionalidad que cabría esperar. Hay omisiones, errores, erratas, y quien acaba siempre malparado en estos casos es el traductor, nunca el autor ni la editorial. Como además otro síntoma de los tiempos revueltos del recorte y el remiendo es la tan traída y llevada reinvención, muchas editoriales recurren al libro ilustrado, que ofrece un atractivo indiscutible e inmediato. Y el nombre del traductor queda feo o, una vez más, no cabe en la cubierta. ¡En la cubierta, que había sido nuestra penúltima conquista! Pues mi sorpresa no terminó ahí: contra todo pronóstico se alzaron voces en contra. Voces de casa.
La violencia dialéctica y conceptual con la que un sector de la profesión ha reaccionado contra la campaña y sus demandas me ha sorprendido sobremanera.
La violencia dialéctica y conceptual con la que un sector de la profesión ha reaccionado contra la campaña y sus demandas me ha sorprendido sobremanera. Y no positivamente, desde luego. Acreditar al traductor ha sido siempre uno de nuestros caballos de batalla como colectivo. Una manifestación más de aquel «lo bien hecho, bien parece». Cuando la ley de propiedad intelectual en España nos atribuye la categoría de autores, autores de la versión de la obra en otro idioma, una cuota de los que lucharon por esto alzan la voz para criticar lo banal y superfluo de una reivindicación, citar al traductor, que se les antoja una especie de cortina de humo para ocultar lo importante. Como si lo importante sólo fuera una cosa. Como si ambas cosas fueran excluyentes.
¿Qué problema hay en que coexistan varias traducciones con estilos y manos diferentes, para que el lector pueda elegir?
El asociacionismo, en el que creo y por el que abogo, no ha alcanzado muchos de los objetivos que necesitamos si no queremos extinguirnos como colectivo, como profesión, si queremos seguir existiendo con la dignidad necesaria. Pero ha conseguido otros muchos. Si no pedimos la colaboración de los medios de comunicación, los libreros y los editores para que nos ayuden a difundir nuestra obra, si un sector de nuestros compañeros se refugia en un romanticismo absurdo y mal entendido, ¿adónde iremos a parar? ¿Qué tiene de malo difundir el trabajo de un profesional citando su nombre? ¿Por qué ha de ser esto incompatible con reclamar un pago justo? Ya se sabe que en la cima sólo hay sitio para uno, pero muchos escalan el Everest, dejando tiempos y récords fantásticos: en España hay muchos traductores buenos, algunos altamente especializados en sectores como la literatura juvenil, la fantasía y la ciencia ficción, que están generando beneficios espectaculares a la industria editorial. Es justo que su trabajo se reconozca en visibilidad y en remuneración, porque son referentes en lo suyo. Aunque esto, naturalmente, es aplicable a todos los demás. La renovación generacional es una realidad imparable y contra la que nadie puede luchar. ¿Cómo va a darse a conocer un traductor nuevo si no se cita su nombre cuando se habla de su obra? ¿Cómo va a continuar consiguiendo proyectos y encargos un profesional para mantenerse en la brecha si no se difunde lo que ha hecho? Y en un mundo diversificado, supuestamente democrático, donde el consumidor —supuestamente también— se ha vuelto hipercrítico… ¿qué problema hay en que coexistan varias traducciones con estilos y manos diferentes, para que el lector pueda elegir? Todo ello depende, en gran medida, de que se cite al traductor. También que un traductor esté en posición de aumentar su caché, otro aspecto que escuece en ciertos ámbitos. Yo no quiero que en el pecado llevemos la penitencia y sólo por ser famosos o conocidos ya tengamos que habituarnos a subsistir sin comer, ni que nuestro nombre y nuestro trabajo queden relegados al fondo del baúl cuando el de otro traductor emerge impulsado por un departamento de marketing todopoderoso. Ahora tenemos medios para luchar en condiciones de igualdad en este ámbito. Nuestro nombre es nuestra carta de presentación, porque va asociado a la labor que hacemos: no hay mejor prueba de nuestra valía, o de la ausencia de ella, no hay mejor escaparate para mostrar cómo trabajamos. En esta era, insisto, del triunfracaso y del mileurismo, incluso los que tanto han defendido nuestros derechos levantan la voz para que elijamos entre brillo y pan, dejando incluso de lado sus antiguos afanes. Yo digo que no es justo renunciar, e insto a todos los traductores a que no lo hagan: si somos profesionales, si hacemos bien nuestro trabajo, este tiene que difundirse y pagarse como es debido. Es justo y necesario, porque el nombre que rubrica un trabajo bien hecho pierde su levedad, adquiere peso, y nos cohesiona.
Nota de redacción: invitamos a los lectores a expresar su opinión mediante la etiqueta #PanYOropel
Amelia Pérez de Villar
Amelia Pérez de Villar Herranz (Madrid, 1964) es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid y traductora por el Institute of Linguists of London. Ha traducido obras de Henry James, Harold Bloom, Emily Brontë, R. L. Stevenson, Edith Wharton, Dino Buzzati, Vasco Pratolini, Mario Soldati, Graham Swift, Hans Kundnani, Olivia Butler, Lucy Hughes-Hallet, Rudyard Kipling y Gabriele d’Annunzio. Es autora de varios relatos y artículos publicados en revistas literarias (Renacimiento, Litoral, Cuadernos Hispanoamericanos), del ensayo biográfico Dickens enamorado (2012) y de las novelas El pulso de la desmesura y Mi vida sin microondas (2016 y 2018, respectivamente). Recientemente ha publicado el ensayo Los enemigos del traductor (2019), un conjunto de reflexiones sobre el oficio.