«Hola, soy la Malvadísima Correctora». Aquellas fueron sus palabras de presentación. Me hicieron bastante gracia, porque daban por sentado que yo sabía lo que era una correctora y que tenía una predisposición defensiva frente a su gremio. Sin embargo, no era así. Aquella era la primera novela que iban a publicarme; un nuevo mundo recién abierto ante mí y mi soberana ignorancia de sus engranajes. Así que seguí leyendo su correo electrónico y encajé la siguiente ristra de bofetadas con una sonrisa y hasta alguna carcajada.
No sabía lo que era una correctora —mejor dicho, no lo sabía del todo bien— y me encantó irlo descubriendo. Con cierto esfuerzo, eso sí.
No sabía lo que era una correctora —mejor dicho, no lo sabía del todo bien— y me encantó irlo descubriendo. Con cierto esfuerzo, eso sí.
Me presento. Soy Óscar (con tilde, esa es otra de las pequeñas collejas que recibí) Eslava, autor de la novela El futuro que hicimos, publicada gracias al valor y la apuesta de Esdrújula Ediciones. Cuando me preguntan si es mi primera novela suelo responder que es la primera en publicarse, porque llevo escribiendo desde que tenía quince años. Y ya peino cuarenta y seis, nada menos.
Yo pensaba que, con treinta y un años de experiencia a mis espaldas, ya debería haber aprendido a escribir. Pues no. Mi correctora me enseñó que nunca se termina de aprender.
Os confieso una cosa: la asignatura de Lengua era un verdadero dolor de cabeza para mí. Todavía hoy, no sé llegar mucho más allá de sujeto, verbo y predicado. No recuerdo cómo conseguí aprobar. En la asignatura de Latín de COU convertí un cuatro en un siete gracias a exponer frente a mi clase tres trabajos sobre las legiones romanas que permitieron al profesor echarse una cabezada en clase, mientras la gente me prestaba una atención más que relativa. Entretanto, yo disfrutaba por primera vez de la experiencia de estar subido al estrado, sin que me temblaran las piernas ante mi incapacidad de analizar gramaticalmente una frase en latín; al fin estaba compartiendo con fluidez unos conocimientos con los que me sentía más que cómodo.
Para mí, lo que se entiende por Lengua era casi tan indescifrable como las Matemáticas.
Para mí, lo que se entiende por Lengua era casi tan indescifrable como las Matemáticas. Mis excelentes notas en Inglés no eran gracias a una comprensión adecuada de su mecánica gramatical, sino a un talento innato para absorber los idiomas, imitar los sonidos y acentos y ser capaz de hablarlo razonablemente bien sin necesidad de entender cómo funciona.
Y lo mismo me sucede con la narrativa. Puedo escribir páginas como una ametralladora, porque no me paro a meditar sobre cómo las escribo, sino que me concentro en recrear de la manera más convincente posible tanto los diálogos como la acción. Es raro que cometa faltas de ortografía, aunque desde luego carezco del dominio absoluto del lenguaje que los Escritores y Escritoras (con mayúsculas) saben desplegar, algo que envidio sin resentimiento.
Mi estilo es mucho más simple, porque al igual que me pasa con el aprendizaje de los idiomas se basa en la imitación plausible, tanto de la realidad como de lo que leo, veo y escucho. Se notan mucho el cine y la televisión en lo que escribo y se palpa la influencia de los autores que devoro. Por más que se empeñaran los profesores de Literatura, no crecí con Cervantes, Rojas, Calderón, Azorín o Galdós, sino con Ende, Tolkien, Asimov, LeGuin, Aldiss, Heinlein, Weiss y Hickman. También con Mortadelo y Filemón, con Astérix, Tintín y muchos otros cómics que aún hoy conservo. No salí del círculo del género y lo pop hasta bien entrado en la edad adulta, cuando empecé a incorporar ensayo político y geoestratégico, y completé mi elenco de autores con Stanley Robinson, Zimmer Bradley, Kaplan, Sagan, Haefs, Bowden, Hamilton… Algunos de ellos directamente en inglés, lo que acuso cuando a veces me cuesta encontrar una palabra en mi idioma porque su sinónimo en inglés persiste en ocupar su puesto. En definitiva, lo más español que he leído con interés en novela patria ha sido una cosa de Baroja, otra de Sánchez Ferlosio y a la inefable Lucía Etxebarría. Ese es el nivel. Pido disculpas.
Cuando mi correctora agarró por banda mi novela, sucedió lo inevitable: la colorida lista de correcciones convertía el documento de texto en una especie de cuadro de Miró.
Vivo convencido de que lo mío es contar historias, no crear Literatura. Así que, cuando mi correctora agarró por banda mi novela, la séptima de mi cronología (y estoy agrupando como unidades algunas que son trilogías o hasta pentalogías), sucedió lo inevitable: la colorida lista de correcciones convertía el documento de texto en una especie de cuadro de Miró. No me importaba. Lo agradecía. Me ahorraba el tiempo de tener que dedicarme yo mismo a aquella tediosa tarea, demasiado parecida a cuando me daba de cabezazos para descifrar la estructura de una frase en el colegio. Ella intentaba enseñarme, explicarme qué hacía mal, por qué y cómo no errar de nuevo. Lo intenté, de verdad, pero simplemente soy demasiado tarugo para interiorizar cosas que mi intelecto no se ve capaz de procesar; así que acabé agradeciéndole en silencio su trabajo y obedeciendo sin rechistar.
Lo único que excitaba mi rebeldía eran las correcciones de estilo, aunque acabé aprendiendo que tenía más razón que una santa y metí la tijera allá donde me indicaba para tirar párrafos y páginas enteras, un sacrilegio de desperdicio que nunca habría sabido ejecutar a solas, o mandándolas a un cajón de sastre, llamado «apéndices», que ocupa más que un capítulo entero. Y las únicas discusiones encarnizadas ya eran por cuestiones de concepto, como el nombre de un artefacto imaginario o asuntos similares. Debo reconocer que incluso cedió en algún caso y, por lo que luego he sabido, es casi imposible hacer que ceda en nada.
Nunca me han abofeteado, aleccionado, casi humillado en algún caso extremo, con mayor gusto por mi parte.
Nunca me han abofeteado, aleccionado, casi humillado en algún caso extremo, con mayor gusto por mi parte. Y no soy entusiasta del BDSM, que conste.
El resultado final, sinceramente, mejoró con mucho mi trabajo original. No altera nada de la historia que quiero contar, ni siquiera deforma mi estilo. Lo pule, lo hace más ameno, resuelve contradicciones en las que ni había reparado. En definitiva, jamás volvería a publicar nada sin pasar por la trituradora de una correctora profesional. Si es mi Malvadísima Correctora, mucho mejor.
Como colofón, ya casi terminado el trabajo, me valí de la excusa de un certamen bastante friki para hacer un viaje de fin de semana a su ciudad y conocerla en persona. Fueron dos días muy entretenidos y me alegró conocer el rostro tras los correos electrónicos y las invectivas. Creo que le di las gracias varias veces, incluso cuando retomábamos algunas de nuestras polémicas. Pero lo que más me alegró fue su respuesta cuando pregunté: «Pero ¿te ha gustado la novela?». Y ella contestó: «Si no me hubiera gustado desde el principio, no habría aceptado el trabajo».
Ella no escribe porque no le interesa hacerlo, declara. Pero, sin duda, el arte que ejerce al trabajar sobre los textos de otros también puede llamarse crear.
Comprendí con claridad que, para ella, no era tan solo un trabajo con el que ganarse la vida. También le daba la satisfacción de poder mejorar una novela que le gustaba, tanto para sí misma como para los futuros lectores. Ella no escribe porque no le interesa hacerlo, declara. Pero, sin duda, el arte que ejerce al trabajar sobre los textos de otros también puede llamarse crear.
Gracias por corregirme, Malvadísima Correctora. Y gracias, también, por corregir mi novela.
Óscar Eslava
Óscar Eslava (1972) es escritor por amor al arte desde los 15 años, inspirado por las lecturas de fantasía épica y ciencia ficción de su infancia y posteriormente por el ensayo político y otras fuentes más heterogéneas. Ha publicado las novelas El futuro que hicimos, una utopía ambientada en un futuro inspirado en el 15M, y Hermanas, una historia de amor de dos mujeres que se salvan mutuamente del abismo. Es adicto a los finales felices, aunque no siempre los consigue porque es fiel a la coherencia en las historias que cuenta, y define su vocación como «ganas de entretener al lector y, si es posible, cambiar el mundo un poco a mejor».