4 octubre 2024
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La corrección de textos: qué es y para qué sirve (I)

¿Cuáles pueden ser los motivos por los que aún hay quien se resiste a que corrijan sus textos? Que no se sepa qué es la corrección y para que sirve o que se desconfíe de las personas a quienes se encargará la corrección son las dos causas que aquí se explican y que servirán para ir adentrándonos en el mundo de la corrección y en el momento que esta vive actualmente.

Cuando pensé en los posibles temas para estrenar esta nueva época de La Linterna del Traductor, he de confesar que lo más difícil era decidirse por uno. En principio, los lectores de esta revista serán personas relacionadas con el mundo de la traducción y la corrección, de modo que, me dije, eso me brinda la posibilidad de tratar asuntos específicos sobre mi oficio. Sin embargo, una serie de circunstancias que no vienen al caso me hizo reflexionar sobre esa afirmación tan contundente y me di cuenta de que incluso entre supuestos profesionales de la corrección hay bastantes equívocos.

Uno de los motivos de mi reflexión fue comprobar que aún hay quien se resiste a que corrijan sus textos. Esto es algo que puedo comprender cuando se trata de personas que desconocen en qué consiste la corrección, autores noveles, por ejemplo, pero se trataba de personas que, al menos en principio, sí deberían saber qué es la corrección y para qué sirve. Tras darle alguna que otra vuelta, concluí que algo así solo podía deberse a dos causas: que no supieran realmente qué es la corrección y para qué sirve, y de ahí el título, o que desconfiaran de las personas que se ocuparían de corregir sus textos. Estas dos posibles causas guardan entre sí una relación más estrecha de lo que a primera vista pudiera parecer, y en las siguientes líneas esbozaré algunas de las cuestiones que considero básicas para responder a la pregunta que encierra el título de este artículo.

¿A qué dice que se dedica?

Por poco tiempo que se lleve en este oficio, cualquier corrector sabe lo diversas que pueden ser las reacciones del común de los mortales (léase: los que no se dedican a corregir) cuando decimos a qué nos dedicamos. Enumero algunas que servirán para dibujar un no muy halagüeño panorama: «¡Ah! ¡Que es profesora y corrige exámenes!»; «Pero ¿eso no lo hace el Word?»; «¿Se corrige a los escritores? Pero si son escritores, no les hace falta, ¿no?»; «¿Entonces que lo que sale publicado no estaba así cuando lo escribieron? ¡Eso es trampa!». Algún día pensaré seriamente en hacer un catálogo de respuestas. Es más que posible que el corrector en cuestión se esfuerce en explicar en qué consiste su trabajo con todo lujo de detalles (les recomendaría que evitaran ser prolijos si están tratando con alguien que no gusta de asuntos lingüísticos, a no ser que se trate de algún tipo de venganza sádica), pero también es más que posible que cuando vuelva a encontrarse con esa persona diga de usted que es traductor, por ejemplo (y no va muy descaminada la presentación, pues muchas veces nos dedicamos a traducir, aunque la lengua de partida y de llegada sean la misma), o que se dedica a «hacer libros» (y tampoco iría muy descaminado: en ocasiones es lo que hacemos, aunque no sea nuestra tarea). Todas nuestras explicaciones, por más mimo que pongamos al darlas, se suelen quedar en el baúl de los olvidos. ¿Por qué? Para tan sencilla pregunta hay múltiples respuestas, pero me quedaré aquí con una: el desconocimiento de esta profesión.

Si les pregunto en qué se nota que un texto se ha corregido, la mayor parte de ustedes pensará como primera respuesta en la falta de erratas. No irían descaminados, aunque tampoco sería completamente cierto. ¡Ojalá la corrección de los textos garantizara la desaparición total de las erratas! Sí se puede —y se debe— esperar, sin embargo, que tras la corrección haya menos erratas de las que había, pero difícilmente desaparecerán todas. Los correctores somos humanos y, como tales, imperfectos, pero, además, la errata tiene vida propia. El corrector mantiene una relación de amor/odio con las erratas: nos dan de comer, pero nos obsesionan cuando somos nosotros quienes hemos de acabar con ellas. Hacemos todo lo que está en nuestra mano para aniquilarlas, pero sabemos que la posibilidad de que alguna se nos resista es mayor de lo que nos gustaría: son las cucarachas de lo escrito (que las cucarachas me perdonen).

La errata me permite introducirles en uno de los campos de la corrección: la corrección ortográfica, la más conocida de todas —y la única conocida para muchos—. Responsabilidad del corrector ortográfico es acabar con esos feos bichos que nacen, por ejemplo, de un mero desliz de dedos que mueve las letras a lugares que no eran los suyos; pero no es la única. De ese corrector depende, también, que el olvido o la falta de conocimiento de algunas normas ortográficas permitan que lo que denominamos, aunque no con toda la propiedad, faltas de ortografía no aparezcan en el texto publicado. Aquí nos encontramos ya con uno de los primeros choques entre correctores y escritores (entendiendo por escritor todo aquel cuyo texto se va a corregir, por lo que los traductores pueden —y deben— darse por aludidos).

Si la lengua está viva, la ortografía también

Reconocer que se cometen faltas de ortografía no suele resultar fácil, pero quizá no sería tan duro si se pensara que no estamos hablando de escribir «*haber si hay suerte» o «a ver si hay suerte», por ejemplo, sino de cuestiones ortográficas que van más allá de los conocimientos que puede tener alguien que no se dedica profesionalmente a la corrección; dos ejemplos relativamente recientes, y que siguen dando problemas, son las normas de acentuación aplicables a solo y este.1 En este artículo verán que esas palabras aparecen siempre sin tilde, y es posible que a más de uno le sorprenda, pero la Academia, a lo largo del tiempo, ha ido cambiando sus normas ortográficas, y no todos están al tanto de estos cambios; un corrector, sin embargo, está obligado a estarlo. Nos convertimos en una especie de vigilantes del idioma, tarea que, por desgracia, algunos confunden con la de carceleros. Estos últimos son quienes suelen olvidar que nuestra lengua está viva, y ya hay bastantes lenguas muertas para sumar una más.

Esta tarea de vigilancia no se limita a los cambios en las normas ortográficas; un asunto aún más complejo es el de los neologismos. Por decirlo de un modo suave, la actuación de la Academia a este respecto es un tanto desconcertante. Su lentitud a la hora de aceptar algunos términos puede desesperar al más paciente, y sabemos cuál es el resultado: si el término en cuestión es necesario, entrará para quedarse, pero lo más probable es que no lo haga precisamente del mejor modo posible (y seguro que a todos se nos ocurre una larga lista de palabras, especialmente inglesas, que se emplean a diario, sin adaptación alguna al español o con adaptaciones que dejan bastante que desear, y no figuran en el DRAE).

En otros casos, es la propia Academia quien aparece con adaptaciones no demasiado felices (recuerden el güisqui académico, única forma aceptada para la inglesa whisky) o nos sorprende aceptando extranjerismos crudos (a los que después coloca una cursiva inexplicable) que nos hacen preguntarnos si el DRAE es un diccionario de lengua española o multilingüe. Tuvimos ocasión de ver un ejemplo reciente de este último tipo de actuación en noviembre del 2008, cuando la Academia saltó a los medios de comunicación debido a su intención de admitir pen drive en el DRAE (eso sí, en cursiva, por supuesto, por tratarse, según palabras de José Manuel Blecua, secretario de la Academia, de «un anglicismo puro»). Ilustración de Llorenç SerrahimaMás de uno y de dos reaccionamos con cierta perplejidad ante la noticia y se nos escapó un castizo «A buenas horas, mangas verdes», y es que ya en aquel momento se hablaba de lápiz de memoria para hacer referencia a este dispositivo de almacenaje, o, simplemente, de lápiz, según el contexto. Como ya ha sucedido en otras ocasiones, lo más probable es que se recoja este término cuando haya dejado de usarse (entre otras cosas, porque ya emplearemos otros dispositivos).

La desconfianza hacia el corrector

En primer lugar, he de decir que puedo entender parte de los recelos al entregar un texto para su corrección. De un tiempo a esta parte parece que están saliendo «correctores profesionales» hasta debajo de las piedras. Es este un fenómeno relativamente reciente, pues antes había meros correctores, especializados, en todo caso, en un tipo u otro de corrección, pero jamás se veía que firmaran como «correctores profesionales», y me parece lógico que así fuera. ¿Se imaginan lo que pensarían si vieran una tarjeta de visita que dijera «cirujano profesional»? No sé ustedes, pero yo saldría corriendo. Si alguien indica en su tarjeta de visita que es un lo-que-sea «profesional», lo primero que pensamos es que hay otros que no lo son, y a mí eso me asusta. Si voy a ver a un médico, su profesionalidad es algo que presupongo. Puede ser mejor o peor médico, pero no dudo de que sea un profesional de la medicina. Lo mismo se puede decir de fontaneros, cerrajeros, carpinteros. ¿De dónde surge entonces la necesidad de colocar ese profesional tras el nombre de una profesión? La respuesta es dura y peliaguda: de la falta de profesionalidad.

Algunos pueden responderme que esta reciente costumbre está relacionada con la falta de una titulación homologada para la corrección en España. Es cierto: en este país no hay estudios reglados para convertirse en corrector ni posibilidad de adquirir título oficial alguno. Como mucho, hay lugares en los que se imparten cursillos de corrección, y tienen bastante que ver con la etiqueta de la que les estoy hablando, pues buena parte de ellos llevan el nombre de cursos de corrector profesional. Si aplicamos un sencillo silogismo, podría concluirse que quien hace un curso de corrector profesional se convierte en corrector profesional. Silogismo tan sencillo como falso, pero parece que bastantes cursillistas se lo toman al pie de la letra. Cualquiera que lleve algunos años dedicándose a la corrección sabe que un curso de sesenta horas puede ser un buen modo para hacerse una idea de lo que tendrá que estudiar y trabajar después para ir convirtiéndose en corrector, pero del mismo modo que una carrera de filosofía no convierte a nadie en filósofo (pese a las muchas horas dedicadas a estudiar filosofía), un curso de corrección no convierte a nadie en corrector, y mucho menos en «corrector profesional». En definitiva, el intrusismo profesional, que tan bien conocen los traductores, está apareciendo con fuerza en el mundo de la corrección.

Todos sabemos cuáles son las consecuencias del intrusismo, pues no difieren demasiado de un oficio a otro (bajada de tarifas y depreciación de la profesión), pero en el caso de la corrección resultan aún más duras, pues las tarifas ya son pésimas sin falta de que llegue nadie a tirarlas por el suelo, y la profesión no puede valorarse menos, porque para eso tendría que estar valorada.

La consecuencia que aquí más me interesa destacar es esta última, porque creo que puede explicar en parte la desconfianza que algunas personas sienten hacia los correctores. Si a alguien le ha revisado su texto uno de esos supuestos correctores profesionales, ¿es necesario que explique la impresión con la que se habrá quedado?

Ante este problema solo puedo pedir dos cosas. La primera petición se la dirijo a los correctores: por favor, olvídense de colocar ese profesional tras la palabra corrector, y si realmente son profesionales de la corrección, limítense a demostrarlo, no a proclamarlo a los cuatro vientos (dime de qué presumes y te diré de qué careces). Si no son profesionales, pero quieren llegar a serlo algún día, reconozcan que aún no tienen la experiencia ni los conocimientos necesarios e intenten ir adquiriéndolos (todos pasamos por ese proceso en su momento), pero no tiren piedras contra su propio tejado, aunque este sea un tejado aún sin construir en su caso. La segunda petición está dirigida a quienes han de recurrir a un corrector en algún momento: si pagan tarifas de aficionado, obtendrán una corrección de aficionado. ¿O esperan que por el precio de un tetrabrik de Don Simón les vendan una botella de Vega Sicilia?


1 Tilde en solo: «Independientemente de su función, al tratarse de una palabra llana terminada en vocal debe escribirse sin tilde, según determinan las reglas generales de acentuación gráfica del español. […] El adverbio solo no debe tildarse cuando no exista riesgo de ambigüedad en su interpretación». Tilde en los demostrativos este, ese, aquel, etcétera: «[…] se trata de palabras que no deben llevar tilde según las reglas de acentuación gráfica del español: aquel es una palabra aguda terminada en consonante distinta de –n o –s y los demás demostrativos (este, esta, ese, esa, esos, aquellos, etcétera) son palabras llanas terminadas en vocal o en -s. […] Los pronombres demostrativos no deben tildarse cuando no exista riesgo de ambigüedad en su interpretación». (RAE)

María-Fernanda Poblet
María-Fernanda Poblet
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Inició su experiencia laboral en el mundo de la edición, hace más de quince años, en Ediciones Trea, donde fue correctora, redactora y editora. Desde 1999 trabaja por cuenta propia bajo el sello comercial Palabra sobre Palabra y se dedica fundamentalmente a la corrección ortotipográfica y de estilo, aunque ella se define como una profesional altamente especializada en lo que denomina la corrección todoterreno. Se licenció en filosofía (Universidad de Oviedo), pero la enorgullece más considerarse discípula de José Martínez de Sousa, con quien ha colaborado en la corrección y revisión de varios de sus libros.

María-Fernanda Poblet
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Inició su experiencia laboral en el mundo de la edición, hace más de quince años, en Ediciones Trea, donde fue correctora, redactora y editora. Desde 1999 trabaja por cuenta propia bajo el sello comercial Palabra sobre Palabra y se dedica fundamentalmente a la corrección ortotipográfica y de estilo, aunque ella se define como una profesional altamente especializada en lo que denomina la corrección todoterreno. Se licenció en filosofía (Universidad de Oviedo), pero la enorgullece más considerarse discípula de José Martínez de Sousa, con quien ha colaborado en la corrección y revisión de varios de sus libros.
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