10 diciembre 2024
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Una torpe en la sala de torpedos: cicloviajes

Para mí la bici es como la traducción: una vieja amiga fiel que siempre está ahí para sacarme de apuros, devolverme la cordura en tiempos convulsos y recordarme que la vida es pura transición.

Foto de María Teresa de niña
Con faldas —mi abuela me hacía la ropa— y a lo loco

Aprendí a pedalear a la edad de cuatro años en una bici heredada, sucesivamente, por cada uno de mis cinco hermanos. Yo fui la única que quiso darle un toque sideral, al ser la estrella de la familia tras tanto hijo varón, y entonces mi padre la pintó de color plateado.

Durante las casi cuatro décadas siguientes siempre he tenido bici, allá donde he vivido, principalmente para usarla en desplazamientos urbanos y poco más. Lo curioso de regalar bicicletas cuando te vas de los sitios, es que luego regresas a intentar espiarlas sin que se enteren, como quien ha dado en adopción a un hijo.

A las que he acabado poniendo nombre no las abandonaré nunca, porque cuando bautizas una bici y le empiezas a hablar, ya nunca más puedes separarte de ella; si acaso prestarla, pero con vuelta.

Deshacerme de una siempre me produce sentimiento de culpa porque no hay excusa: no hay pieza que no se pueda reemplazar, ni bici que no se pueda llevar como equipaje, al menos desmontada; es el medio de transporte más versátil y duradero que existe. A las que he acabado poniendo nombre no las abandonaré nunca, porque cuando bautizas una bici y le empiezas a hablar, ya nunca más puedes separarte de ella; si acaso prestarla, pero con vuelta.

Una ciclista en un puente
Rodando a Anacleta, totalmente equipada

Mis fieles acompañantes son Bicky, una Bianchi híbrida que gané en un concurso literario a los dieciséis años, y Anacleta, una Fahrrad Manufaktur de cicloturismo que ha conocido conmigo tres continentes. Espero poderlas montar lo que me queda de vida, y que me sobrevivan.

Cuando me propusieron hacer este artículo dudé porque en realidad los cicloviajes en los que me ha ido bien no han sido por mérito propio, y en cambio los que he organizado yo han acabado como el rosario de la aurora. Mi primer viaje largo en bici —cómo no, por el Camino de Santiago— fue a los veintisiete años y me sirvió para desenamorarme de una persona y confirmar que tengo un nivel pésimo de resiliencia, así que cuando Francesc (Pak) me propuso en 2013 salir a pedalear por el mundo, puse cara de Mafalda (la de Quino) y espeté un «¡Sonamos!»: no me veía con fuerzas. Tardaríamos cinco años en ahorrar, comprar la equipación, recopilar información y decidirnos del todo, y aun así me pareció poco tiempo para mentalizarme.

La ruta, en pocas palabras

En mayo de 2018 volamos desde Bruselas a Dublín, y desde allí a San Juan de Terranova, donde aún había nieve.

En mayo de 2018 volamos desde Bruselas a Dublín, y desde allí a San Juan de Terranova, donde aún había nieve. En los cinco meses siguientes recorreríamos todo Canadá con el viento en contra, desde el Atlántico hasta el Pacífico, y luego desde la Isla de Vancouver pasaríamos a la Olympic Peninsula para viajar hacia el sur, bordeando el Pacífico por los Estados Unidos, hasta la península mexicana de Baja California. Cruzamos in extremis la frontera en Tijuana el día antes de que caducasen nuestros permisos de estancia de tres meses. Zigzagueando entre el Pacífico y el mar de Cortés, tras dos meses llegamos a La Paz (la mexicana, no la boliviana) y ahí dimos por finalizada nuestra excursión norteamericana.

El día de mi cumpleaños estábamos en Christchurch comiendo tranquilamente cuando un loco se lio a descerrajar tiros en dos mezquitas, a apenas dos kilómetros de nosotros.

Yo me empeñé entonces en ir a Nueva Zelanda, aprovechando que en febrero era allí verano, pero en el mes que estuvimos allí todo nos salió mal; fue un fiasco tremendo (el viaje lo había organizado yo, por supuesto). Por poner solo un ejemplo, el día de mi cumpleaños estábamos en Christchurch comiendo tranquilamente cuando un loco se lio a descerrajar tiros en dos mezquitas, a apenas dos kilómetros de nosotros. Hacía treinta años que no pasaba nada parecido en Nueva Zelanda y la población entró en una especie de estado de shock incrédulo. Se decretó un toque de queda y tuvimos que buscar alojamiento y esperar a que localizaran y detuviesen al asesino. Tras haber vivido de cerca los atentados de Bruselas de 2016, no lograríamos desprendernos de la desagradable sensación de déjà vu en lo poco que nos restaba de viaje.

El lado bueno es que salimos del viaje indemnes, más sabios y sin divorciarnos; un mérito enorme.

En nuestros blogs, Pakette y Travelling sucks, nos centramos en Canadá, Estados Unidos y México, donde tuvimos mejores experiencias. En total pedaleamos unos 12 000 km en algo más de diez meses. En cierto modo, fracasamos en nuestro objetivo porque la idea inicial era estar tres años, pero el lado bueno es que salimos del viaje indemnes, más sabios y sin divorciarnos; un mérito enorme. El lado bueno es que salimos del viaje indemnes, más sabios y sin divorciarnos; un mérito enorme.

Teresa en un paraje natural
Desayunando con el enemigo tras una noche de maullidos y orín

Yo soy la «paquete» del Pakette (Pak et Te), una acompañante bastante inútil, así que lo interesante de mi experiencia es poder contar cómo alguien que no quería viajar, que no tenía forma física alguna y que estuvo mucho tiempo muerta de miedo ha podido, no obstante, sacar lecciones tan valiosas de este viaje como para recomendarle a todo ser humano que se precie que haga un periplo de este tipo, sobre todo si se encuentra al borde del abismo. Me centraré en este aspecto del viaje, y no en otros que ya podéis leer en nuestros blogs.

Dime cómo trabajas y te diré cómo viajas

Al principio yo era un animalillo asustado, vencido por el agotamiento y la dejadez, un lastre dando tumbos tras la estela del superhombre.

El símil es inevitable: si eres de quienes acometen un proyecto gordo de traducción sin calcular promedios diarios o planificar lo que pueda salir mal, entonces eres un poco como yo, que me lanzaba a la carretera sin tener ni idea de la ruta y sin hacer verificaciones esenciales como la fijación de las alforjas, funcionamiento óptimo de luces y frenos, lubricación de la cadena, etc. Los buenos hábitos y la mejora de las posturas —ajustando la altura del sillín y la inclinación del manillar— vendrían después, poco a poco, pero al principio yo era un animalillo asustado, vencido por el agotamiento y la dejadez, un lastre dando tumbos tras la estela del superhombre.

Una hoguera al atardecer
Pak on fire

No es casual que el blog de Pak esté impecable y aderezado con bellísimas fotos y el mío sea un relato salpicado de fatigas, penas, dolores de toda índole, dudas y miedos. Una cosa está clara: si yo me hubiera pensado fríamente este viaje, no lo habría hecho, porque hace falta una buena dosis de insensatez para salir a rodar por el mundo con tan escasa forma física y nula pericia técnica y mecánica. Reconozco que mi único mérito fue dejarme llevar y no rendirme al primer contratiempo.

En nuestras ocho alforjas cargamos todo lo que necesitábamos para ser autosuficientes […]. Llevábamos el equivalente a nuestro peso corporal en equipaje: una barbaridad.

Por dar un par de pinceladas sobre la organización, puedo decir que Pak planeó la ruta con la app Ride with GPS, y que llevábamos un dispositivo de GPS de Garmin que marcaba nuestra ruta en un mapa, gracias al cual nuestra familia podía saber siempre dónde estábamos, aunque no hubiese cobertura. En nuestras ocho alforjas cargamos todo lo que necesitábamos para ser autosuficientes: tienda, hornillo, ducha solar, filtro para el agua, walkie-talkies… Hasta una silla plegable. Llevábamos el equivalente a nuestro peso corporal en equipaje: una barbaridad.

Ciclopista señalizada

Nos alojábamos a veces con ciclistas (a través de la red WarmShowers), en campings y muy rara vez en moteles, pero siempre que podíamos hacíamos acampada libre. En Canadá la acampada libre está permitida en todo lo que sea crown land (terreno titularidad de la reina; recuérdese que Canadá pertenece a la Commonwealth) y en Estados Unidos depende de cómo regule cada estado el dispersed camping. En México solo hicimos acampada libre en un par de ocasiones, entre las que destaca el precioso paisaje lunar de la salina del desierto de El Vizcaíno.

Bicicleta y tienda de campaña en el desierto de El Vizcaíno

Viajar en bici como bálsamo

Cerca de Charlottetown conocimos a Chas, un nonagenario de Victoria que estaba también cruzando Canadá para demostrarse que ni la edad ni la diabetes podrían doblegarlo.

El valor de un viaje así, además de poner a prueba la resistencia física y mental de una, está en las personas estupendas que se conocen en el camino. Hablar de todos ellos daría para un libro y me parte el alma tener que hacer criba, pero solo voy a mencionar un par de historias de superación personal. Por ejemplo, cerca de Charlottetown conocimos a Chas, un nonagenario de Victoria que estaba también cruzando Canadá para demostrarse que ni la edad ni la diabetes podrían doblegarlo; y pocos días después nos cruzamos con Max, otro canadiense de Quebec que se había lanzado sin rumbo a viajar en bici, cito literalmente, «para no matar a la ex». Su viaje no solo le había permitido poder volver a hablar con su exmujer para negociar amistosamente la separación, sino que le había aportado una valiosa perspectiva de género, al tener que rehuir, durante una larga noche de acampada, los avances de un borracho empeñado en mantener relaciones con él.

Paisaje de playa

Todo esto sirva para insistir en que nuestro viaje es insignificante comparado con las hazañas increíbles que hemos conocido en persona o por referencia. Yo también salí de una crisis existencial en la que llevaba sumida cuatro años, pero no es nada comparado con la gente que se desplaza a pedales a pesar de padecer cáncer, tener una discapacidad o haber sufrido un duelo reciente. El hecho de haber rejuvenecido físicamente cinco años y sentirme como si tuviera quince años menos son efectos del viaje nada desdeñables; de eso quizás sí me puedo jactar.

Referencias para cinéfilos, bibliófilos y otras curiosidades

Un hombre prepara una comida en un paraje natural
Con dos huevos, en honor a Kurt Cobain

Algunos lugares nos sorprendieron por unos vínculos con la ficción que no conocíamos; por ejemplo, en la Isla del Príncipe Eduardo nos dimos de bruces con la casa de Ana de las Tejas Verdes, en Astoria había un museo sobre Los Goonies y en Forks nos encontramos rodeados de vampiros (de allí es la autora de Crepúsculo). En Bodega Bay pudimos haber recorrido los rincones donde Hitchcock rodó Los pájaros, pero yo ese día estaba hecha puré. Como curiosidad, puedo comentar que en el Kurt Cobain Memorial Park, en el Aberdeen estadounidense, paramos a comer, sacamos el hornillo y nos hicimos unas tortillas. Por suerte, no apareció ningún fan que se diera por ofendido.

Una anécdota traductoril fue el favor que le hicimos a Jorge […], al redactarle y traducirle al inglés unas instrucciones para el uso de una resistencia que prestaban a los huéspedes para calentar el agua.

Resistencia para calentar agua en un tubo
Duchas que entrañan peligro: la resistencia

Una anécdota traductoril fue el favor que le hicimos a Jorge, un mexicano que nos acogió en una gasolinera camino de Las Pocitas, al redactarle y traducirle al inglés unas instrucciones para el uso de una resistencia que prestaban a los huéspedes para calentar el agua. «Mire que los gringos a lo mejor no saben usar esto y alguno se le electrocuta y luego lo lleva a los tribunales», le advertí. Como se puede ver en la foto, el aparato era una resistencia pelada que se enchufaba para calentar el agua en un cubo. Meter el dedo en el agua para comprobar la temperatura hubiera supuesto la electrocución fulminante.

Con qué me quedo

Haber llegado a San Francisco en plena Santa Con fue alucinante: no nos esperábamos esas hordas de Papás Noel derrochando ebriedad y alegría.

Por supuesto, me quedo con que nuestra relación salió reforzada pese a que el viaje sacó, de verdad, lo peor de nosotros (parejas no sólidas: abstenerse). Me quedo con la hospitalidad de la gente maravillosa que nos encontramos en todo el camino; con los cactos bajacalifornianos que parecían notas musicales de una civilización extraterreste; con las secuoyas (redwood) de la Avenida de los Gigantes y de Jedediah Smith Park; con el bosque templado (temperate rainforest) de Sumallo Creek; con las cebras salvajes y los leones marinos que vimos en California, entre Ragged Point y Heast Castle; y con las playas interminables que se pueden recorrer por carriles bicis en California, desde Santa Mónica hasta San Francisco pasando por Venice Beach, Dockweiler Beach y tantos otros kilómetros de costa increíble. Haber llegado a San Francisco en plena Santa Con fue alucinante: no nos esperábamos esas hordas de Papás Noel derrochando ebriedad y alegría.

Teresa y su compañero con casco de ciclista
Bicicleta frente al Golden Gate
Bicicleta en un paseo marítimo

Como la ocasión en que, esperando en la larga cola para usar la letrina inmunda del camping de Wait-a-bit Creek, caímos en la cuenta de que el nombre era más que apropiado.

Submarino Onondaga
Noche marinera en el submarino Onondaga

Me quedo también con la noche escuchando el sonido del viento en los troncos vacíos de la playa de La Push, y con la playa más preciosa y salvaje que he visto nunca, Second Beach; con el mes que rodamos a lo largo de los lagos de Ontario con tres franceses que nos enseñaron trucos y hábitos valiosísimos de acampada libre y supervivencia, y con las noches en lugares inverosímiles: un submarino, la parte trasera de la oficina del sheriff, un campo de rodeo, otro de béisbol, una salina, un cementerio de coches, varias estaciones de tren recicladas, además de otros sitios indescriptibles. Y cómo no mencionar los momentos de risa floja, agotados pero felices, como la ocasión en que, esperando en la larga cola para usar la letrina inmunda del camping de Wait-a-bit Creek, caímos en la cuenta de que el nombre era más que apropiado.

La vida nómada pone en perspectiva lo privilegiados y egoístas que somos en el mal denominado «primer» mundo, porque es cuando sales de él cuando te encuentras con gente que te da agua y comida aunque casi no tenga para sí misma, como nos pasó en México. También te vuelves más imaginativo y encuentras modos insospechados de salir de apuros, como cuando convertimos un bebedero de perro en un wok improvisado para saltear unos champiñones y acuñamos el término wog, apócope invertido de dog wok.

Agradezco, sobre todo, el haber encontrado tanta fauna en nuestros viajes (desde dromedarios hasta emús, pasando por pósums, focas, ballenas, águilas calvas, castores, mapaches, ciervos de Wellington, puercoespines y hasta un oso) y a la vez no haber encontrado fauna humana, es decir, no habernos topado con ningún desgraciado que nos quisiera robar o asaltar, solo a gente absolutamente extraordinaria.

El valor de un viaje de este tipo es incalculable: te transforma, te ayuda a desprenderte de todo lo material y te hace apreciar la vida, la naturaleza y a los seres humanos hasta cotas impensables.

El valor de un viaje de este tipo es incalculable: te transforma, te ayuda a desprenderte de todo lo material y te hace apreciar la vida, la naturaleza y a los seres humanos hasta cotas impensables. Hay amistades que hemos forjado durante unas horas que nos durarán toda la vida, incluso si no nos volvemos a ver nunca más.

Termino ya con una cita de mi blog, escrita tras seis meses de viaje:

Teresa Durán y su pareja

«Desde el principio me consolaba planteándome este viaje como un peregrinaje, una penitencia y una desintoxicación. Necesitaba mudar de piel, como las culebras, tirarme a la carretera como una zapatilla vieja y perderme con la esperanza de quizás volverme a encontrar, liberar la mente de las toxinas de mis propios pensamientos, purgarme, romperme para poder recoger mis pedazos y pegarme con oro, cual jarrón de kintsugi, orgullosa de mis cicatrices».

El viaje superó estas expectativas, y a pesar del dolor y del sufrimiento, del cansancio y de las discusiones lo repetiría cien veces, con una docena de variantes y más tiempo para gozar plenamente de los lugares y sus gentes.

Las fotos son en su mayoría de Francesc Serra Zaragoza, amor de mi vida y compañero de viaje en sentido extenso.

Teresa Durán Sánchez
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M.ª Teresa Durán Sánchez (Salamanca, 1977) ha tenido la suerte de trabajar en todas las profesiones para las que estudió. Ha ejercido de traductora, intérprete, abogada y profesora, si bien nunca se le han caído los anillos (no lleva, ni aun estando casada con Francesc, aquí en la foto) por trabajar en labores menos gratas: ha sido además auxiliar geriátrica en Alemania, teleoperadora de alemán en Inglaterra, comercial de productos químicos en Bélgica y auxiliar administrativa en Luxemburgo. Actualmente es traductora en el Consejo de la Unión Europea. En su vida, pura entropía, solo hay una constante: la bicicleta.

Teresa Durán Sánchez
Teresa Durán Sánchez
M.ª Teresa Durán Sánchez (Salamanca, 1977) ha tenido la suerte de trabajar en todas las profesiones para las que estudió. Ha ejercido de traductora, intérprete, abogada y profesora, si bien nunca se le han caído los anillos (no lleva, ni aun estando casada con Francesc, aquí en la foto) por trabajar en labores menos gratas: ha sido además auxiliar geriátrica en Alemania, teleoperadora de alemán en Inglaterra, comercial de productos químicos en Bélgica y auxiliar administrativa en Luxemburgo. Actualmente es traductora en el Consejo de la Unión Europea. En su vida, pura entropía, solo hay una constante: la bicicleta.

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