Cuando La Linterna me propuso ser el eco del artículo sobre Rodari (la verdad es que no estoy segura de por qué, parecen técnicas de mentalista, o a lo mejor es que se me nota mucho), me pasó lo que pasa con esas flores japonesas de papel que menciona Proust (que, por cierto, mi papá me traía de vez en cuando, están también en mi retina, y no puedo decir que esto no tenga nada que ver con aquello): que todo un mundo se desplegó en mi cabeza y subió como el reflujo a la memoria.
Cuando La Linterna me propuso ser el eco del artículo sobre Rodari (…), me pasó lo que pasa con esas flores japonesas de papel que menciona Proust.
Yo conocí a Rodari más o menos en 1979. Entonces todavía no me dedicaba a traducir: daba clases de francés y tenía un taller de escritura, mezclando ambas actividades con una alegría no siempre bien comprendida por las jerarquías.
Mi primer Rodari fue la Gramática de la fantasía. El estado deplorable de mi ejemplar (y eso que está esmeradamente forrado) es una representación perfecta de lo que fue para mí. Luego conocí los Cuentos por teléfono y los Cuentos escritos a máquina, pero la Gramática de la fantasía era teoría: reflexionaba sobre cómo funcionan nuestras cabezas y cómo eso se plasma en el lenguaje («Yo era el árbol»). Fue mi primera metarreflexión sobre cómo pensamos y sobre por qué decimos lo que decimos como lo decimos, a pesar de llevar a la espalda unos cuantos años de filología.
Si «lo mío con Rodari» viene a cuento en una revista de traducción es porque esa semilla que Rodari plantó en mi cabeza ha dado los insólitos frutos que eran de esperar.
Rodari cambió para siempre mi percepción de lo que es un discurso y de lo que es la palabra. Está en el cielo naranja fosforito de los que han guiado mi forma de entender el lenguaje, con Tournier, Calvino, Borges, Perec y Queneau, Torrente Ballester…
Entonces ni siquiera me planteaba dedicarme algún día a la traducción. Si «lo mío con Rodari» viene a cuento en una revista de traducción es porque esa semilla que Rodari plantó en mi cabeza ha dado los insólitos frutos que eran de esperar. Cada vez que me enfrento a un problema especialmente complejo, a él le debo la querencia por cambiar el punto de vista, modificar las reglas del juego, mirar las cosas desde la luna, salir por la ventana cuando la puerta está cerrada, liberar la capacidad de asociación, preguntarme obstinadamente por lo que pasa después, desmontar las frases y montarlas de otra manera. Eso es traducir.
Alicia Martorell
Es traductora, pero antes ha sido otras cosas, casi todas relacionadas con el lenguaje. Y en traducción ha tocado muchos palos, pero siempre prefiere los textos que hay que labrar despacito y con mucho tiento.