¿Qué sucede cuando un texto o un tema roza lo moralmente inaceptable o se va a utilizar para un fin que parece cuestionable? ¿Deberíamos rechazar el encargo o taparnos la nariz y seguir adelante? ¿Siempre es posible elegir? La autora reflexiona sobre las diferentes líneas rojas que cada persona traza y cómo estas pueden cambiar según las circunstancias.
Borges escribió un poema llamado Los justos. Cuando empiezo a escribir esta columna —a primeros de octubre— está de actualidad porque a alguien se le ha ocurrido preguntar en Twitter «¿Cuál es tu línea preferida de Los justos?» (donde pone «línea», léase «verso»). No tengo Twitter, me entero a través de una columna de opinión que no viene al caso, pero que aquí os dejo porque me ha salvado el inicio de este artículo, que no sabía cómo empezar: el Diario de la procrastinación del periodista argentino Diego Geddes (cómo no leerla, con ese título).
El verso que más me representa es «Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada».
Me planteé la pregunta del juego. Aunque las referencias a la etimología y la música me tocaron el alma, confieso que el verso que más me representa es «Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada». Describe a una persona que presta un servicio, que hace su trabajo porque se ha comprometido a ello, sin entrar en gustos o valoraciones personales. Con ese verso puede identificarse una traductora que entrega puntualmente el texto marquetinero que le han encargado, aunque el contenido le parezca una soberana tontería, pero de todas formas se esfuerza por reflejar en su idioma aquel juego de palabras tonto, y alguna obviedad supuestamente brillante (con alguna palabra en inglés, que viste más). Es el caso también del corrector que tiene entre manos un libro estilísticamente infumable que ha escrito alguna celebridad, pero de todas formas se esfuerza por entregar un resultado más que digno (a veces, más digno de lo que la celebridad se merece). Cómo no pensar también, por ejemplo, en una intérprete que hace su trabajo impertérrita mientras los oradores hablan de tratamientos estéticos que solo están al alcance de la vanidad de un selecto y adinerado grupete, y se prepara el tema y lo borda, aunque le parezca una aberración gastarse miles de euros en que cierta parte del cuerpo aparente diez años menos.
Sería estupendo traducir solo textos sobre temas que nos apasionan (sean o no literarios), pero lo habitual no es eso, o no todo el mundo tiene esa suerte.
Hasta que un día nos damos cuenta de que cierto tema se sale del terreno de los gustos de cada cual y entra en el espinoso mundo de la ética.
Sería estupendo traducir solo textos sobre temas que nos apasionan (sean o no literarios), pero lo habitual no es eso, o no todo el mundo tiene esa suerte. Así, por cada encargo bonito, lo habitual es que nos lleguen, por lo menos, otros cinco meramente pragmáticos o comerciales que aceptamos sin rechistar y con estoicidad pasmosa porque 1) aunque algunos no lo crean, nos gusta comer a diario; 2) sabemos que es un servicio que alguien tiene que dar, y por qué no nosotros. Es más, no es infrecuente que acabemos especializándonos en cierto tipo de textos que no nos gustaban y que incluso terminemos por cogerles cariño. No tienen por qué entusiasmarnos, basta con que lleguen con frecuencia a nuestras manos, y en este gremio somos unas personas tan curiosas y profesionales que acabamos por saber mucho del tema. Excavadoras, manuales de equipos médicos, catálogos web, cursos para ejecutivos, publirreportajes sobre cualquier tema, cosmética, libros de autoayuda, coaching… Nada nos arredra. Siguiendo con el símil del tipógrafo, desde nuestra profesionalidad nos esforzamos en que la página esté bien compuesta, aunque el contenido no nos agrade. Nos documentamos y dejamos a un lado nuestras preferencias, que para eso nos pagan.
Hay quien se niega a traducir nada relacionado con armamento o vehículos de guerra, pero ¿y los subtítulos de un videojuego extremadamente violento dirigido a adolescentes?
Más allá de las preferencias personales y de si tal o cual tema nos horripila o nos encanta (y qué bien que haya gente para todo), a veces nos encontramos traduciendo algo que sabemos —aunque no lo queramos decir en voz alta— que desprende un cierto tufillo, no ya por ilegal, sino por moralmente cuestionable. Con el tiempo, cualquiera que lleve unos años trabajando en esto podrá enumerar una larga ristra de temas que le han tocado en suerte, algunos muy variopintos, y entre ellos suele haber alguno de esos que yo llamo «dudosos». Os animo a hacer el ejercicio de escribir esa lista, a ver si encontráis alguno. No siempre son evidentes, no hace falta que huelan a podrido, puede ser un aroma mucho más sutil a «esto es cuestionable». Por ejemplo, hay quien se niega a traducir nada relacionado con armamento o vehículos de guerra, pero ¿y los subtítulos de un videojuego extremadamente violento dirigido a adolescentes? La localización de aplicaciones para móvil también tiene su aquel: las hay que fomentan la ludopatía o que gastemos un dineral para avanzar en el juego, y otras contienen cargos más o menos escondidos. De acuerdo, dejemos la localización. El mundo empresarial puede dar muchas alegrías, ¿verdad? Hasta que descubres que, en esa empresa que proporciona coaching a sus empleados, prácticamente obligan al personal a vivir dentro de la oficina y no permiten la conciliación familiar. ¿Industria agroalimentaria? No sabría ni por dónde empezar, y podríamos hablar, por ejemplo, de que la industria tabacalera se engloba dentro de ese sector. ¿Traducción editorial? Fantástico, pero no todo el mundo escribe textos moralmente impecables, exentos de machismo y otras lindezas, ¿verdad?
Me pregunto si en realidad mi papel es el de una notaria a la que el cliente no tiene por qué caerle bien o una maquetadora que compone la página de una revista de cotilleo.
Con este texto no pretendo ponerme moralista ni meter el dedo en la llaga. Al contrario, quien esté libre de culpa… (¡ay, demos gracias por la existencia de los acuerdos de confidencialidad!). Es solo una reflexión en voz alta. Me pregunto si en realidad mi papel es el de una notaria a la que el cliente no tiene por qué caerle bien o una maquetadora que compone la página de una revista de cotilleo. ¿Todo vale? Es difícil responder a eso de forma categórica. ¿Somos capaces de mirar hacia otro lado, ponernos una pinza en la nariz y traducir, interpretar o corregir lo que sea y de quien sea? Dependerá de cada persona y de sus líneas rojas particulares, de aquellos temas que prefiere que no pasen por sus manos… o de lo desesperadamente que necesite facturar.
Sé sobre qué temas me negaría a traducir, pero no sé cómo reaccionaría si me ofreciesen esos mismos proyectos en una época de penuria extrema.
Sí, todo el mundo tiene alguna línea roja, aunque de entrada no la reconozca, y a veces no sea tan evidente. Yo hace tiempo que conozco la mía, sé sobre qué temas me negaría (de hecho, me he negado) a traducir, pero no sé cómo reaccionaría si me ofreciesen esos mismos proyectos en una época de penuria extrema. ¿Seguiría en mis trece? Tal vez, trazar una línea roja es un lujo que no siempre nos podemos permitir…
¿Dónde trazáis la vuestra?
Isabel Hoyos Seijo
Traductora del inglés al español y correctora de español de temas científicos y
técnicos en general, aunque sus principales especialidades son el marketing y el
autismo, ámbito del que lleva traducidos y corregidos un buen número de libros. Socia de Asetrad desde sus inicios, formó parte de la junta directiva de Asetrad en el período 2019-2023 y fue jefa de redacción de La Linterna en el período 2010-2014. Es su directora desde enero del 2015.