Permitidme que empiece esta columna con una anécdota real que hará, lo intuyo, las delicias de muchos. Aunque en redacción conocemos los nombres de los protagonistas, los omitiré para que nadie piense que hacemos publicidad gratuita: en diciembre del año pasado, una compañera traductora nos contaba en un mensaje dirigido a un grupo de amigos que había encargado a un colega —y entiéndase aquí el masculino como genérico— la traducción del inglés al castellano de un estudio sobre el uso de un anticuerpo monoclonal. La traducción en cuestión se adjuntó a otra documentación que había que presentar en un hospital para que se autorizase el tratamiento de un paciente. Según nos explicaba, se trataba de un texto médico extremadamente difícil y técnico, y aunque ella hizo la revisión ortotipográfica y de estilo, no lo revisó ningún profesional de la medicina, porque se suponía que en el hospital le echarían un vistazo. Explicaré el resto en palabras de la autora del mensaje:
Cuando lo recibió, la endocrinóloga ya me dijo que estaba muy bien traducido, y lo mismo dijo la traumatóloga. Pero el viernes me dijeron que la excelente traducción del artículo había sido tema de conversación entre los endocrinólogos del hospital, y que allí habían preguntado que quién la había hecho, ya que no están acostumbrados a ver artículos médicos traducidos del inglés «que se entiendan» (sic). Parece ser que uno dijo que tenía que haber sido un médico, ya que toda la terminología estaba perfecta, pero otro, más avisado, comentó (repito palabras de la endocrinóloga): «No puede haber sido un médico en ejercicio porque está demasiado bien escrito. Tiene que haber sido algún profesor universitario».
Os preguntaréis quién había traducido el texto en cuestión. ¿Un médico, tal vez especializado en endocrinología? ¿Algún otro profesional de la salud, evidentemente con estudios lingüísticos? ¿Un licenciado en TeI con un máster en traducción médica? ¿Un profesor universitario, como decía uno de los médicos? La respuesta a esas cuatro preguntas es la misma: no. Ese texto tan especializado, cuya traducción habían alabado los propios médicos, lo había traducido una persona sin estudios de medicina y, curiosamente, sin licenciatura en TeI, pero que se dedica profesionalmente a la traducción desde hace la pila de años. Es decir, para algunos ―los adictos a los títulos―, es un intruso; para otros, alguien que no estaba capacitado para hacer traducciones, y no digamos ya traducciones médicas. Habría que decírselo al traductor, a sus clientes y a los médicos que tanto alabaron el texto, porque al parecer esa supuesta incompetencia no se reflejaba en el texto traducido.
En este ejemplo que, insisto, es totalmente real, se ilustran al menos dos de los temas de discusión tradicionales entre traductores profesionales: si es imprescindible ser licenciado en TeI para ejercer la traducción y, en caso afirmativo, si el título es suficiente garantía para hacer traducciones de calidad. Pero además incorpora otro tema que últimamente se ha sumado al debate: la cuestión de si las traducciones médicas tienen que ir firmadas necesariamente por un médico, independientemente de si ese médico tiene o no estudios, experiencia o habilidades como traductor. Pongo el ejemplo de la medicina, pero imagino que los defensores de esta última teoría —no muchos, afortunadamente, aunque hagan mucho ruido— serán también partidarios de que las traducciones de ingeniería las firmen ingenieros, las de veterinaria, veterinarios, las de farmacia, farmacéuticos, las de cocina, cocineros, las de informática, informáticos (lo siento mucho por los miles de colegas que se ganan la vida con la traducción informática sin haber programado en su vida ni una sola línea de código), las de autismo, psicólogos o psiquiatras, y si quisiéramos rizar el rizo, podríamos seguir con ejemplos más pintorescos, pero no exentos de una cierta lógica; así, solo un médico forense podría traducir las novelas de Scarpetta, solo un periodista podría traducir la trilogía Milenium y solo un entusiasta del BDSM podría traducir las memorias del Marqués de Sade. Un suponer [un inciso: acabo de darme cuenta de que, gracias a estas últimas frases y al título de este artículo, este texto va a salir en resultados muy pintorescos de Google].
El caso es que las mismas personas que, amparadas en su autoproclamada condición de «autoridades» cuestionan el que los traductores de profesión —con o sin título de TeI, que ese es otro tema— hagamos traducciones técnicas o especializadas, por ejemplo de medicina, porque piensan que ni siquiera un máster en traducción especializada, en la rama que sea, es suficiente para que tengamos los recursos necesarios, no se plantean que los traductores profesionales podríamos decir lo mismo, pero a la inversa: que un médico, por mucho que hable o entienda inglés, no está necesariamente capacitado para traducir, porque es muy posible que le falten los conocimientos necesarios de terminología, ortotipografía y estilo que normalmente un traductor sí domina, y que para hacer traducciones necesariamente tiene que ser, además, licenciado en TeI.
Podríamos plantearnos quién es más intruso, si el traductor que traduce textos de fisioterapia sin ser fisioterapeuta, o el fisioterapeuta que realiza traducciones sin ser traductor, y por qué un traductor que quiere traducir textos técnicos o científicos tiene, según muchos, que hacer un máster, mientras que cualquier profesional de una rama técnica o científica puede aparentemente traducir cualquier cosa de su campo, sin que nadie le pida conocimientos lingüísticos. De hecho, el mundo editorial está lleno de traducciones científicas o de divulgación realizadas por profesores universitarios que saben mucho de medicina, física, psicología o nuevas tecnologías, pero no necesariamente tienen habilidades de traducción.
Si quisiéramos llevar el tema un pelín más allá, podríamos ser perversos y decir que no se trata, en absoluto, del mismo caso, porque el traductor que traduce un texto médico no está ejerciendo la medicina, es decir, no es un intruso en la profesión médica, mientras que el médico que traduce un texto médico sí está ejerciendo la traducción. Es decir, que siguiendo ese mismo ejercicio de lógica, a un traductor no se le tiene que exigir que sea médico, pero a un médico sí se le podría exigir que fuera traductor.
¿Zapatero, a tus zapatos? No creo que se pueda ser tan categórico. El otro día estuve comentando este tema con una colega, excelente traductora y, no obstante, licenciada en medicina, permítaseme el chascarrillo. Llegamos a la conclusión de que ninguna de las dos posturas era correcta, y que en el caso de la traducción científica o técnica, era necesario que los profesionales de la traducción y de otras disciplinas colaborasen para que el resultado de las traducciones fuera impecable. Así, en un mundo ideal, cuando un psiquiatra, por ejemplo, realizara una traducción, siempre habría un traductor profesional para corregir el estilo, la gramática y la ortotipografía, que no tocara la terminología de psiquiatría, pero que sí tuviera criterio para discernir cuándo algo se ha dejado en inglés de forma innecesaria, un mal muy común en esos casos. Y al contrario, en ese mundo ideal, cuando un traductor realizara una traducción, por ejemplo, de medicina, sobre todo si es muy especializada, esta siempre debería ir revisada por un médico especialista que se ocupara de confirmar la terminología médica y no entrara en las cuestiones de estilo u ortotipográficas, que en ese mundo ideal deberían ir corregidas después por un corrector profesional. No es tan descabellado; la revisión técnica, independiente de la revisión de estilo, se lleva haciendo desde siempre en las agencias y las editoriales. Los que trabajamos para clientes directos sabemos que nuestros textos siempre tienen que pasar «la prueba del algodón», y que el cliente tiene la última palabra en cuestión de terminología (no siempre para bien, pero ese es otro tema). Y esto no tendría que pasar solo con agencias o clientes, sino que debería ser una práctica habitual entre colegas: yo, médico, te contrato a ti, traductor, para que revises mi traducción, y tú, traductor, me contratas a mí, que soy médico traumatólogo, para que revise tu traducción sobre últimas técnicas de artroscopia.
¿Por qué entonces, en vez de trabajar juntos, tenemos que ser excluyentes? No es descabellado que haya traductores que, por distintas circunstancias, como asistencia a cursos, experiencia profesional o incluso mera curiosidad personal, sean capaces de realizar impecables traducciones médicas, técnicas o científicas, aunque de tanto en tanto, para textos muy especializados, necesiten ayuda. Y tampoco es descabellado que haya profesionales como veterinarios, médicos, físicos, informáticos o químicos que, por las circunstancias antes enumeradas, sean capaces de realizar traducciones o correcciones impecables desde el punto de vista estilístico y ortotipográfico.
Para terminar, no me resisto a dar un dato curioso: este artículo lleva una estupenda ilustración firmada por un veterinario y artista gráfico, irá corregida por una química o una médica, correctoras de este número de La Linterna, y las galeradas las revisará una licenciada en filología alemana, y todos ellos son excelentes traductores. Como se puede ver, aquí hay sitio para todos.
Paz, amor y trabajo.
Isabel Hoyos Seijo
Traductora del inglés al español y correctora de español de temas científicos y
técnicos en general, aunque sus principales especialidades son el marketing y el
autismo, ámbito del que lleva traducidos y corregidos un buen número de libros. Socia de Asetrad desde sus inicios, formó parte de la junta directiva de Asetrad en el período 2019-2023 y fue jefa de redacción de La Linterna en el período 2010-2014. Es su directora desde enero del 2015.